CORRIDA NOCTURNA


Se le iba a salir por la blusa. El corazón de Valeria palpitaba con fuerza, como si, largo tiempo adormecido, un cataclismo súbito lo hubiese despertado y ahora sus golpes secos y veloces transmitiesen aliento a sus pechos y éstos a la camisa que, liviana y desabrochada hasta la mitad, parecía rajarse, dejando entre botón y botón un minúsculo tren de escotillas por donde su turgencia se asomaba.    
Bien lo sabía Beltrán, culpable al fin y al cabo de aquel terremoto y la erupción volcánica que, por todos los poros de ambos, encendía la mecha de la pasión. Apoyado en el quicio de la puerta, había interceptado el camino de la mujer, obligándola a detenerse, mientras el otro brazo, libre de las labores de contención y zarpa, descargaba los rayos de la tormenta: los dedos, desmayados, se dejaban caer por la espalda y, mientras el pulgar, deslizándose, presionaba la espina dorsal, los otros arañaban suavemente el pequeño talud sonrosado, que se abría como un abanico hasta los hombros. A ellos ascendía, luego de haber bajado a los glúteos, y allí, con ambas manos, abandonada la presa a la custodia de su propio deseo, apretaba la piel, comprobando el efecto de su boca, que succionaba la oreja o mordisqueaba el blanquísimo cuello, sin dar tregua. Así, una vez y otra, hasta que la entrepierna de Valeria se restregó furiosa con la suya, haciéndole daño.       
Beltrán blasfemó. Cuando todo cesaba, solía reparar en la costumbre, ya antigua, de mezclar expresiones de deleite y denuestos sacrílegos, sin acertar la causa de que éstos, sin estar invitados a la fiesta, se colasen en tropel, imprimiendo a la atmósfera un halo denso y electrizante, que atizaba la hoguera de los instintos, como al dictado de una extraña y perversa revelación.        
Moi, je suis le diable, ma petite Valerie, decía, y la mirada oscura de su compañera abría abismos de fuego en el blanco intensísimo de sus ojos, entregándose sin reservas a la inquietante duda que la poseía, pues a partir de entonces, y ella no lo ignoraba, los fantasmas de la imaginación acudían a materializarse, de modo que, en minutos, horas e incluso noches enteras, ella se abandonaba a lo imprevisto y él daba rienda suelta a su fantasía, inventando caricias, posturas, situaciones… La estancia, en semipenumbra, era un vasto escenario, pese a sus dimensiones, y en él se celebraban los ritos más obscenos. Voy a hacerte sufrir, le dijo otra vez y, amarrándole las manos a la espalda, tomó uno de sus senos y le acercó la lengua, lamiendo la areola despacio, muy despacio, para ir, poco a poco, conforme se aproximaba al pezón –no es preciso aclarar que erecto- aumentando la intensidad, ritmo y velocidad de la succión. Ella, sentada en la banqueta del tocador, suplicaba a Beltrán, fóllame, vida mía, visiblemente excitada, urgiéndolo con ira, al tiempo que separaba las piernas, gritándole: ¿A qué esperas, cabrón, no ves que estoy muriéndome? Y él comenzaba a masturbarse entonces y dejaba caer sobre los muslos de la muchacha un lento chorreón de flujo lubricante, que provocaba en ella convulsiones y escalofríos. Voy a matarte, puta, susurraba en su oído, al tiempo que su mano le hurgaba la vulva, totalmente mojada. Eso, mátame ya, le exigía, pero él, volviendo a la carga, le mordía el pezón, graduando de nuevo la intensidad del suplicio, hasta arrancarle el grito y dejarla, jadeante y desatada, en la molicie del butacón vecino.         
Volvía a blasfemar y ella le reprochaba su ligereza. La culpa es tuya, zorra, y voy a castigarte. Valeria, adivinándole el pensamiento, se encaminaba al lecho y, a cuatro patas, le ofrecía el trasero y él, con un cinturón, flagelaba sin piedad aquel culo que, a cada golpe, se movía deliciosamente, surcado por intensos regueros de rubor, y la tralla llovía sobre su carne hasta que, al borde del paroxismo, Beltrán la penetraba en aquella misma postura y ella, revolviéndose, se metía en la boca el miembro chorreante, limpiando con su lengua los zumos de la batalla. Luego, los dos, rendidos, se dejaban caer sobre las sábanas y, uno tras otro, apuraban el humo de un paquete de cigarrillos, que iba, finalmente, arrugado y escuálido, al cristal de la mesita de noche, cuando la calle, tras el balcón, había apagado ya sus últimos ruidos. Se dejaban mecer por el silencio, navegando por el sopor que flotaba en la estancia. A veces, una mano, no importa de quien fuese, recorría el otro cuerpo y de nuevo los pelos se erguían sobre la piel y se encendía en los ojos nuevamente el deseo. Voy a hacer que te corras en mi boca, exclamó a aquellas horas Valeria y descendió hasta el mástil que la esperaba con las velas hinchadas. Posó entonces los labios en la punta y lamió con fruición, para ir abriéndolos despacio y engullir de este modo todo el miembro, que quedó sepultado en su boca.      
Beltrán movía, furioso, las caderas y el pene abandonaba la caverna para volver a hundirse hasta la garganta de la mujer, que yacía en escorzo, permitiendo a su compañero recrearse en la panorámica de su vientre y las piernas espléndidas donde, como un molusco hambriento, se le agitaba el sexo, y él le introducía el índice y le frotaba el clítoris con el pulgar, hasta provocarle un orgasmo que ella acompañaba de gemidos entrecortados. Fuera de sí, sus dedos arañaban el culo de su amante y hurgaban en los accesos de aquel templo sombrío que, así tratado, no tardaba en abrir, aunque por otro cauce, regueros de lava, hasta desembocar en la boca de Valeria. Trágatela, trágatela toda, musitaba Beltrán.      
Cuando sonó el reloj, horas más tarde, una mano sedosa lo interrumpió. Nos hemos ganado un buen día de asueto, ¿no crees? Y nadie respondió. El ruido de la calle acallaba el chirrido del lecho.      

© Jacobo Fabiani, 2011.-

FELICIDADES, AMOR


Elisa se quitó el abrigo. Dejó sobre la mesa el paquete que llevaba y se adentró en la pequeña sala contigua a la cocina. Marcos no estaba en casa. Al sentirla llegar, la péquela Ginebra había maullado en señal de protesta. Elisa recordó que, antes de irse, se olvidó de ponerle el plato de comida, pero la gata estaba gorda y podía esperar. Se descalzó y, al verse desnudos los pies, recordó cómo él se los había mordisqueado esa misma mañana. ¿Dónde estará a estas horas?, se prguntó impaciente. Eran más de las dos y el potaje esperaba, caliente, en la cocina. No había salido sino una media hora, más o menos. Urgía localizar un regalo adecuado para celebrar el aniversario de su unión y ya tenía en objeto que creyó adecuado. Marcos era un tanto especial y ella no quería equivocarse. Espero que le guste, se dijo, y prosiguió quitándose la ropa. Se quedó semidesnuda. Por el delicado escote de aquel sujetador que, en transparencia, mostraba sus dos senos abultados, apareció una mancha, todavía rojiza. Ya se pondrá morada, imaginó, esbozando una sonrisa de júbilo: se lo había hecho Marcos con un dulcísimo y a la vez enérgico chupetón, después de haber lamido con avidez sus pezones e incluso pellizcado la parte más abombada de su vientre, en tanto le explicaba que aquella semicurva en su perfil le excitaba muchísimo. Se humedeció al recordar la escena. Puso ambas manos bajo sus brazos y, de un solo movimiento, se desprendió de la prenda juvenil que aún quedaba en su cuerpo.    
- Espero que no tarde. Sería inimaginable que, justamente hoy, no viniera a comer. Casi desesperante, hasta el punto de hacerme pensar cosas que… no, no creo…    
Y continuó mirándose en el espejo de un mueble que, ya antiguo, decoraba con ajada hermosura el rincón de la sala.    
- Sabe que estoy nerviosa y que pienso mil cosas indecentes y que, a estas horas, debe ya estar en casa…    
Dejó sobre la chaise-longue el artilugio y se quitó las bragas. Marcos le había dicho que, al volver, deseaba encontrarla desnuda. No hacía frío ese invierno y respondió que sí. A Marcos le gustaba llegar y ver el objeto de su lujuria, y a ella, cómo no, le encantaba que al joven se le notara el sexo que, cada vez más abultado, la ponía cachonda. Era una dulce forma de mostrarle el amor que le profesaba. Ya desnuda, se palpó entre las piernas y notó lo que tantísimas veces le había dicho Marcos, su sexo estaba ardiendo y una estrepitosa humedad franqueaba la zona terminal de su vagina.    
Llamaron a la puerta. No sería su amor. Marcos llevaba llave y no solía olvidarla jamás. Se dispuso a abrir y, una vez en la puerta, miró enternecida. Pero no era él. Una mujer de negro la esperaba risueña frente al quicio.    
- Hola, es una grata sorpresa, la verdad… No te esperaba así.    
Carmen descerrajó una sonrisa, casi de oreja a oreja. Elisa, algo azarada, suspiró:     
- Ya ves, esperaba a Marcos, pero pasa. ¿Cómo te van las cosas?     
- Hasta hace poco, me iba todo bien, ya sabes, a Lucía le dio un no sé qué de cotidianeidad y aquí me tienes.      
- Siéntate, ¿te apetece una copa de oloroso?    
- De acuerdo. Y a ti, ¿cómo te va con Marcos?        
- De maravilla, Carmen, justamente estaba desnuda porque hoy celebramos nuestro tercer año de amantes e íbamos a festejarlo. Pero ni se te ocurra cortarte. Será una fiesta a tres.     
Carmen se inclinó, miró hacia la silla, casi cama, que, situada al lado del sillón, serviría, descuidada, de repisa a las prendas que Elisa había dejado al desnudarse.      
- Bonitas bragas, sigues usando prendas negras, igual que en nuestros tiempos.     
- Siempre las usé así; ya sabes, Carmen, que el negro es mi color favorito...     
- Yo, en cambio, recuerda,no uso bragas y, en cuanto al sujetador, sigo llevándolo del color de la arena.    
- ¿Por qué no te pones cómoda?      
- Elisa, ¿estás segura de que a Marcos le gustará que me quede? No me conoce y no sé si, así, tan de repente y siendo como es vuestro aniversario… Porque a ti, ya lo sé, estas pequeñas cosas siempre te importaron un bledo.      
- ¡Anda! ¿Y desde cuándo a Carmen le da tantísimas vueltas el cerebro? ¿O se te olvidó cuando nos calzamos al poeta en aquella especie de simposio , donde a nadie parecía importarle la literatura? Aún recuerdo cómo se le empinó. Parecía tan tímido y, de repente, entró tanto en materia que casi tuvimos que frenarlo.     
- Pero imagino que Marcos será distinto. Me dijeron que es serio, intelectual y un pedazo de poeta.     
- Pues justamente por eso. Respeta la hermandad entre personas y, en cuanto a la belleza, con lo buenas que estamos, ¿tú qué crees? Nos follará a las dos, no tengas duda.   
- Entonces, decidido. Voy a quedarme desnuda. Oye, ¿por qué no quemamos algo de alhucema o incienso…?     
- Caramba, Carmen, es lo ideal; a él le encanta ese olor. Esta mañana fuimos al mercado y parecía un gato, oliendo el tenderete donde siempre compramos esas cosas. Ah, y ni se te ocurra lavarte: le gusta oler a hembra.      
- Pues conmigo no va a tener queja, porque cuando me excito hasta tú te volvías como loca.     
- Espera unos instantes. Mientras tú te desnudas, voy a servir la mesa y así no perdemos más tiempo. Marcos va a llegar de un momento a otro, sé que le hará ilusión si le pido que rememore aquello de Portero di notte. Pon música cuando acabes, la cadena está ahí, en ese mueble, y sírvete una copa, que así entrarás en calor, aunque creo que no te hace falta.     
Carmen dejó al lado de la ropa de Elisa el sujetador, el resto de la ropa lo apartó disimuladamente en un rincón, fuera de una mirada a simple vista.      
Se escuchó una canción de los Beatles. La gata volvió a emitir su lastimero maullido y se escuchó, por fin, el ruidito agresivo de una llave que forzaba la puerta. La humedad de la casa había hinchado la madera y requería su esfuerzo conseguir que rodase aquel metal, algo torcido ya de tanta maniobra.     
- Tigresa, estoy aquí y no veas cómo vengo. Te morderé el coño hasta hacerte parir.     
Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la mesa de cristal que, en el patio, rodeado de potos , bajo una montera transparente dejaba en tornasol la entrada del salón. Se desabrochó el cinturón e hizo sonar un chasquido, como de látigo, contra las rojas baldosas que, oteadas de escudos, llegaban hasta el blanco escalón de mármol. Elisa esperaba adentro. Él se quitó el pantalón, dejándolo caer al suelo. Elisa y Carmen, en absoluto silencio, esperaban su entrada.     
- Coño, joder –exclamó-, esto no me lo esperaba. La hostia, esto es baudeleriano, Elisa, eres satánica, cielos…      
Y siguió profiriendo jaculatorias por el estilo, no sin muestras del júbilo que, al mismo tiempo, elevaba la parte más blanca de su perenne paño de pureza. A Marcos no le gustaban aquellos calzoncillos de los jóvenes, llenos de colorines y sin bragueta. Se acercó adonde estaban y las besó en la boca. Elisa se incorporó y, haciendo un movimiento insinuante, le bajó el slip y dejó al descubierto su miembro. Carmen le hizo ademán de que se dirigiese a ella y le indicó que se arrodillase a sus pies. Lentamente, le desanudó la corbata y fue desabrochándole la camisa.      
Marcos puso sus manos en los pechos de Carmen, mientras Elisa, situándose a su espalda, le acariciaba el cabello y le lamía la nuca. El disco, en la cadena, llegaba a su final y Ginebra trepaba por la malla del trastero, en la planta superior.       
- Que se fastidie un rato –pensó Elisa-, las cosas guardan un orden de valores y ahora me toca a mí, gatita. Jamás la había descuidado, pero a Marcos no le gustaba que el animal interfiriera en ciertas actividades y Elisa, por su parte, no quería contrariarlo ni desaprovechar la fuerza de ese momento incendiario de su carne. Se arrodilló detrás de su amante y le agarró el miembro con ambas manos. Marcos se abalanzó contra Carmen y comenzó a morderle los pezones. Ésta levantó sus brazos y consiguió llegar a la mesa redonda que se hallaba delante del sillón y, sin tropezar con la cabeza de Elisa, acercarse la copa de vino que se había servido. La inclinó levemente y dejó caer unas gotas sobre el poblado pecho de Marcos. Luego, con avidez, fue lavando el reguero con su lengua. Se incorporó después y besó a su amiga en los labios. Marcos se puso al rojo y, agarrando a Carmen por el sexo, le dijo a Elisa:      
- Cariño, tú ya sabes que el camino más corto es por Sodoma, así que, si quieres que pase al comedor, penétrame y muérdeme en mitad de la espalda. Ya conoces lo que vendrá después e imagino que quieres, si no me equivoco, que os dé de comer. La mesa nos espera. ¿Has traído la nata que te encargué?    
- En efecto, Marcos.      
Suspiró, entrecortada, Elisa, al tiempo que metía su dedo corazón en el culo de Marcos.       
- Y otra cosa, amor mío, te he comprado aquel dildo que comentaste anoche en la cama…    

© Ruth Cañizares, 2011

ESCRITO EN PAPEL MOJADO -pornonarración a dos manos-


Estábamos comiendo en la cocina. Encendió un cigarrillo y comenzó a mirarme. Su voz se hizo más tenue y su miraba se engarzaba en mis piernas. Me levantó la falda, procurando dejar al descubierto ese lugar. Mientras él me palpaba, yo tomé un trozo de papel, dispuesta a dar cuenta de todo. Sopló el humo sensualmente y se quedó hierático. Todo él, incluso ese lugar que ya le hería hasta hacerse evidente.    

Leonor, le dije, siéntate encima de la mesa. Y procuré, al hacerlo, subirle por atrás toda la falda, de manera que, al reclinarla sobre el tablero, no halle dificultad en levantarle el resto por delante y emborrachar mis pupilas en el alcor palpitante que, flanqueado por sus espléndidos muslos, celaban a duras penas sus bragas, negras, sencillas, tan endiabladamente naturales que dejaban incluso al descubierto los vellos de ambos lados y permitían oler un perfume a real hembra que, poco a poco, amenazaba con desmayarme.    
Preso, pues de furor y enfebrecido por la turgencia de aquellos muslos, la tomé por las nalgas y, elevándolas como un astro de carne sabrosísima, comencé a bajarle el estorbo, mientras mis dientes iban mordisqueándola y el índice derecho comprobaba en el pórtico de la gloria los efectos devastadores de aquella borrasca interna que estaba provocándole.      

Respiré hondamente y le agarré. Hubiera pronunciado que le tomé tan firme que mi boca comenzó a ensalivarse, Al punto, se inclinó suavemente y yo me dejé hacer. Palpitaba su sexo como en un huracán frunce su ceño el viento. Yo estaba mojada, como lluvia real y la mesa era el suelo que, al instante, se fue reblandeciendo. Me sentí palpitar el corazón, alocado y febril, entre las piernas.  

Latía, ciertamente, mi sexo en sus entrañas…    

Yo le había abierto ya la puerta y él empujaba adentro, tal si tuviese miedo a las paredes que mi flujo, espeso, iba encendiendo a su paso. Noté cómo crecía en mi interior, cómo estallaba casi, era un hierro capaz de desgarrarme. Lo agarré por el pecho y fui mordisqueando sus hombros. Dentro de mí, y entre la oscuridad del vello, fue emergiendo una baba…       

Mientras iba, de atrás adelante, embistiéndole, mis manos recorrían sus espléndidas piernas, pellizcando con sádica delectación las carnosas eminencias de las zonas internas. Con los labios cerrados, apretados incluso, emitía rugidos de placer, que a mí me producían una abundante destilación de humores. Arremetí con fuerza hasta hacerla gritar levemente y, arañándole los glúteos, flexioné sobre el vientre sus piernas, de modo que quedaban al aire los pies, todavía cubiertos por las medias, enrolladas en desorden en torno a los tobillos. Me excitaban aquellos pies. Quise verlos, olerlos, tocarlos, mordisquearlos y, poseído de un extraño e irrefrenable furor, mis dientes extrajeron aquellos obstáculos. Mi lengua recorrió sus adorables plantas y mis pulgares hendieron su piel, entre gemidos entrecortados y tibios escalofríos. Su vagina, acortada por la postura, no oponía resistencia a mi empuje y la punta del glande chocaba fieramente contra el último confín de su coño, amenazando con inundarlo.      

Miraba como un loco. Noté que sus dos piernas, casi hieráticas, jugaban con sus músculos abductores. Sentía en mi interior ese enorme animal descabezando el deseo, lo había visto antes en sus manos. Podía describirlo en su ir y venir, remojando la piel que, ya húmeda, volvía más suave la embestida. Estaba rojo, como encendido, medio sudado, apelmazado a mí. No quedaba espacio, le oía respirar casi en mi boca y emanaba un olor como de fiera.      

Se acercaba el orgasmo. Sentía en mis esfínteres un aguijón de fuego y las compuertas del silo comenzaron a abrirse. Pero aún no deseaba vaciarme en su interior. Quería prolongar esos momentos y, antes de haberlo pensado, le extraje mi pene y salí. Ella gimió, como decepcionada, y yo apagué su queja cayendo sobre el sexo enrojecido e hiriéndolo de muerte con la lengua. . Una vez y otra vez, lo que el labio oprimía recibía el lametón que, gradualmente, se iba convirtiendo en chupadura y aspiraba sus mieles, mientras las gruesas valvas temblaban de placer hasta el paroxismo.       

Le imaginé con otra. Él me había contado muchas secuencias de antiguos avatares. Ella estaba desnuda, al calor de una chimenea que crujía exhalando briznas de fuego. Él, con el pene en la mano, recorría su espalda. Ella entonces dejaba que sus dedos se le hincasen entre las ingles y gemía. Todo era silencio, menos ese chasquido de los cuerpos y sucedió algo insólito: me desplacé también hacia otros lugares. Nunca había hecho el amor con él. Veía un río, que enfriaba mis pies mientras un hombre palpaba mis senos y mordía suavemente mis labios inferiores.      

Que gozaba era más que evidente. Verla así, jadeante, moviendo todo el cuerpo, sudorosa y enajenada, se me hacía del todo insoportable y empecé a pellizcarla. Saltando sobre ella, la volví a penetrar. Sin embargo, teniéndola en aquella posición, tan sugerente, también el agujero de su culo avanzaba hacia el exterior y mis dedos traviesos, recogiendo una vela de flujo, comenzaron a juguetear en los aledaños del antro prohibido, en una maniobra cuyos efectos no tardaron en evidenciarse. Movía todo el culo, como pidiendo a gritos un taladro, e introduje mi dedo, como una broca, hendiendo y girando hasta hacerla gritar.      

Eso no tenía nombre. Otra vez me sentí como en tiempos antiguos. Se diría que fuese una muchacha virgen en unos arenales donde el primer amor se acercaba a mis zonas nunca abiertas. Su dedo era un alfanje de lujuria. Deseaba apretarlo hasta hacerme sangrar. Le pedí que metiera otros dos dedos.      

Su fantasía se me antojó imposible, desde luego, amén de un desperdicio, pues qué carajo –me preguntaba- hacían allí mis dedos, que ni sienten ni consienten en excediendo el precalentamiento. Así que aproveché uno de los vaivenes de su vulva para sacar mi sexo y, bien lubricado como se hallaba, descender hasta el piso inferior y entrar allí a degüello.       

Al principio, dolía. Era como si un vidrio me rasgara. Pero al poco, y mojado como iba, entraba holgadamente y bombeaba con fuerza mis entrañas. Me sentía morir. Mis manos, locamente, recorrían su espalda. Mordía su barbilla y, con voz entrecortada, le instaba a penetrar más y más hondo.       

Recordaba, en mis años de estudiante, las lecturas de Sade. Siempre me había llamado la atención el interés de aquel hombre por el altar de Sodoma y me excitaba sobremanera un placer que, maldito, tuve por imposible, y su ardor era en mí insatisfecho. Así, pues, exclamé: ¡Ah, qué angostura y calidez!, como una jaculatoria, mientras el tronco, enfundado en una tórrida nube, subía y bajaba, y mis manos llenaban de arañazos felinos la piel blanca y suave de Leonor.       

No se había quitado las gafas y en el ancho bigote quedaban las estelas de un anterior naufragio por mi sexo. Su corazón parecía estallar y sus manos se deslizaban ávidas por mi vientre. Lo miré unos instantes y le dije: ¿quieres que te la tome con la boca?      

Sí –le dije en voz queda-, chúpamela. Y sin más protocolo ni licencias, dando ya por sabida la respuesta, desenculé mi arma y, sentando a mi amante en una silla contigua, dejé que su boca absorbiera mi pene, que, al sentir la humedad de aquella nueva gruta, se hinchó y lloró de júbilo un río de espeso semen.    

© Jacobo Fabiani    
   & Ruth Cañizares, 2011.-

HABITACIÓN "MÉNAGE À TROIS"



El jadeo etílico que exhalaban las sábanas se blandía como un serrín de ginebra sobre los tres cuerpos anónimos. Allí una sola cama la peinaban seis piernas y seis brazos embolados en una corrida picasiana, el arranque de toda extremidad dirigido a follarse la última palabra, el último suspiro... Un enérgico juego de piel para dos féminas y un hombre: tres para uno o uno para ambas, o todos para todos. Y como lámpara recién frotada, el tallo firme de su verga concedía cien deseos. Las rodillas de una chica inmovilizaban las muñecas de otra joven, y en su entrepierna un misterio de carne y de saliva rezumaba por la boca de la que permanecía bajo ella, con la cabeza entre sus ingles, jalando de aquél pastel róseo insaciable, recitando la exprimida voluntad de un sumidero lubricado. _ ¡Follad!_ musitaba el hombre justo antes de embestir, de improviso, a la mujer de la boca llena. La acometida desveló entre las piernas un hipódromo de charcos entre brasas. Una y otra vez espoleaba el semental su porción de carne en la oquedad de una comarca rasurada. Una y otra vez, de treinta a cuarenta embestidas por minuto... mientras que la otra resbalaba sus dedos por el clítoris de aquélla, cuya lengua a cambio aún mantenía en su sexo rimando el éxtasis, una oratoria lésbica de movimientos circundantes, el ciclismo lingual previo a toda convulsión, un diálogo diáfano sin viejos formulismos... una bárbara corrida en el faldón del paladar que dejaba tras de sí un lienzo de brillo en su barbilla. Un hombre y dos mujeres, tres criaturas reinventándose de goce y un baile fluvial navegándoles el sexo, eso marcaba el ritmo o el desorden. Y ellas seguían regalándose pezones como puños, raciones de un sueño lactífero que excitaba la yema del pulgar sobre unos senos lamidos por la gula. También sus pechos arrastraban voluntad de fornicar, poetizados por la erógena borrasca de un reguero de saliva. Y él tomó los senos de aquella fémina que mascullaba, aún erguida sobre el rostro de la otra, un silábico chorreo de lujuria, los tomó tan fuertemente que un calambre de dolor-placer le faenó en el centro del pubis y volvió a pasarle, sucedió. Otra vez. Y así continuaron hasta que el tiempo consumió el semen de la única vela encendida.      


© Julie de Montparnasse, 2011

RED SOCIAL



Dejó el maletín sobre la mesa del despacho y abrió la computadora. Sospechaba que Elisa tenía una página en una red social. Eligió un nombre, se había preparado un correo en yahabi, no precisaba más. Tecleó la clave y se dirigió a búsqueda de amigos, pero qué nombre usaría allí su esposa. Buscó a Raúl, pero no estaba, tampoco halló ni sombra de Amparo o de Guillem. ¿Pues cómo se llamaba aquel profesor de matemáticas de cuando ella hizo un curso de verano en Gerona, con tal de, según dijo, ponerse al día por aquello del cambio y de los euros? ¿Cuántas veces nombraba con admiración a aquel entendido? Y el caso es que ahora no le venía a la memoria. Tenía ella hasta un par de cuartillas guardadas en su cajón privado, sólo con ejercicios y las correcciones pertinentes y en el margen un diminuto corazón que Elisa habría dibujado, posiblemente harta de cualquier teorema demasiado extenso.
A Daniel nunca se le habría ocurrido nada que no fuera ese instinto de superación que tanto le halagaba de su queridísima compañera, de no ser porque, de pronto, se le comenzó a inundar la dirección que utilizaban ambos de mensajitos como alguien te espera en Badabú, pon tu fotografía en Badabú, entra en Badabú. No sabía qué era Badabú, él no había utilizado jamás sino el propio correo y unas cuantas páginas que guardaban relación con su trabajo.
Ahora estaba en Badabú, pero no había rastro de Elisa y los correos llegaban a su nombre. Cerró la página y regresó a Betmail. Elisa no solía limpiar su estafeta y los mensajes iban acumulándose en la bandeja de entrada. Ya tienes acceso total a Badabú, rezaba uno de ellos. Lo abrió, pinchó en el enlace. Había un grupo de personas mirándole desde sus fotografías. Una rubia de pelo lacio se ofrecía en cuerpo y palabra para cualquier actividad que decidiera el elegido. El mensaje se dirigía a hombres mayores de cuarenta años, únicamente docentes. No era Elisa, descansó. Quizás fuera una amiga suya y, si abría su página, le condujera hasta su esposa. Lo que encontró escrito era jugoso. A la rubia le había encantado, al parecer, el modo en que su doctor en matemáticas la había satisfecho la semana anterior. También debió gustarle el té moruno que tomaron en un "pequeño chiringo de la playa nudista, cuando me pediste que abriera más las piernas, porque te daba vida contemplar desde lejos la concha de mi vientre". “Si nos vemos de nuevo no me des chupetones en el cuello, mi marido se fija demasiado en mí. Es un coñazo, pero puede ser problemático que note que me mordiste. Se me podrían acabar las excusas para vernos” .
Luego venían tres o cuatro fotografías de una mujer bañándose. Estaba lejos, pero a pesar de la similitud con la rubia primera, no parecía corresponderse una imagen con otra.
Había una más cercana, lástima que el hombre aquél estaba sobre ella tocándole las tetas con descaro y no dejaba ver sino la parte superior del hombro y un poco del perfil disimulado con algunos mechones.

* * * * *

Decidí abandonar, pero de pronto me detuvo un pie de foto: “me encanta esa manchita que tienes en el culo. Me dijiste". Lo había escrito Anaïs, la rubia en la que andaba yo fisgando. Pero mi santa esposa tenía un antojo en una de sus nalgas. ¡Cuántas veces le había dicho yo aquella misma frase! ¿Qué extraña jugarreta me estaba proporcionando el internet?
Un par de días más tarde, al volver del trabajo, mi esposa me recibió con un simpático gesto de cortesía. Aquel detalle me tranquilizó. ¿Te preparo un té moruno Daniel? Ok, cariño.
La bandeja era grande. No sólo iba el té en la hermosa tetera que habíamos traído de Teherán, había incluido en el agasajo una bandejita bastante generosa de pastas similares a las morunas. No sé qué extraña sinrazón me indujo a decir:
-Estupendo Anaïs, tiene una pinta magnífica.
Fue en un tris. Tuve que llevarla rápidamente a urgencias. Han pasado dos meses y todavía va desnuda por la casa. El líquido ardiente le devoró la piel desde el pecho al abdomen. Recuerdo esas palabras que leí en Badabú y la verdad es que comprendo ahora que su abultada concha pudiera trastocar las cifras de cualquier matemático.
.
© Luis Fitz, 2010

SONETOS CON COLA


Juegos nocturnos


Que me estrujes quisiera con la boca
y me revientes bien el pozo amargo
metiéndome con furia el palo largo
que enciende con su fuego lo que toca.

Yo te daré ese beso que provoca
esa enajenación total y hasta el embargo.
Que me folles de nuevo yo te encargo
hasta hacer que mi polla sea una roca.

Yo te daré después lo que me dieres
haciendo en tus espaldas lo que hicieres.
Mete tu palo ahora, estoy desnudo

o en tu culo primero yo me anudo.
No importa quién lo haga así primero
pero corre, lo quiero todo entero.




Dar y tomar


Me muevo en desazón, querido mío,
por ver tu culo henchido de placeres.
Mejor mi espada sí, pues las mujeres
no tienen larga quilla en su navío.

No enciendas aún la luz, pues me extravío
y aún haz de mí lo mucho que quisieres.
Mi efluvio es para ti. Si tú vertieres
después todo tu afán. Tu beso es mío.

Dame al fin esa espada victoriosa
que mana leche y miel en la alborada.
Yo te entraré de nuevo y una rosa

de nieve dejaré y en tu almohada
te haré verter saliva. Venga, presto,
que tú tendrás que hacerme todo el resto.




Dorsal


Acércamelo al culo, vida mía,
y frota bien así, hasta que aflore
la punta ya mojada que desflore
el pozo seco aún de Alejandría.

Luego, envaina tu pene. ¡Qué alegría
dejar que en mi trasero se atesore
la nieve! Frota más, hasta que dore
el pan de tu deseo mi almadía.

Tener tu polla ahí. Entra de nuevo
y sal y empuja y entra, hasta sangrarme.
Poder batir así tomate y huevo.

Dejar tu leche en mí hasta mojarme.
Así, así, despacio, no eyacules
que quiero que de nuevo tú me encules.
.
.
.
Desiderato Bertolami
Nápoles (1863-1912)
.
Traducción de Amelio López

MICRORRELATOS



La colegiala paciente

Me sentí trastornada cuando, totalmente nervioso, me pidió que le diera la mano y cogiéndomela aceleradamente la llevó hasta su sexo, mientras me gritaba: mira qué dura está, por qué no juegas un rato. Me disculpé como pude, cerré la puerta y bajé las escaleras a toda prisa. Se me hacía tarde para llegar a la segunda clase. Por qué se me habría ocurrido acudir al siquiatra y lo peor era que me sentía húmeda. Cambiaré de consulta, me dije, me gusta que los hombres sean más directos, más novedosos, más maníacos. Si, al menos, me hubiera maltratado o se hubiera vestido de niñera. Así, a secas, y lo mismo que el tendero de abajo. Mira que me costó pensar en alguien que pudiera forzarme con más inteligencia, con más dominio del asunto, pero no. Tal vez con otro. No puedo confundirme, yo soy un profesor de matemáticas.


La leche derramada

Estaba vieja y ella lo sabía, pero tenía el pecho erecto y el pubis todavía no había perdido la espesa maraña que, de joven, le hiciera tan preciso un severo depilado para ir a la playa. Todavía recuerda a los vecinos, apostados sin vergüenza en la escalera, levantando la voz para que oyera claramente: Vaya coño peludo tiene la francesita del primer piso.
Chantal, mientras se viste, rememora esas cosas o el momento aquel en que uno de ellos llevaba el bañador mojado por un flujo lechoso. Ella tenía entonces quince años. Y recuerda también cómo la madre del joven le apostilló diciendo: Manuel, te has derramado la leche por encima. Ahora, tanto tiempo después, se deleita en el antiguo nerviosismo del muchacho y, a pesar de que ya supo hace mucho de aquellos menesteres para llevar a cabo los ritos de la vida, recuerda con regocijo el abultado pene de Manuel y cómo, después de aquel mancharse y lejos de cualquier mesa, volvía a suceder el desparrame blanquecino en los despoblados arenales de aquella aldea costera; eso sí, bajo el acompasado movimiento de su propia mano.


Marina en pleamar

Cruzó sus piernas y con los músculos de los glúteos presionó su sexo a golpecitos, como si fuera un corazón. Pensaba en el vigoroso muchacho que había conocido en la playa nudista. Fue acelerando el movimiento, al par que se tocaba los pezones. Sintió que el corazón se le venía más adentro, casi ahogándose en el líquido que comenzaba a correr entre sus piernas. Imaginó entonces que el rubio aquel se le acercaba y le cambiaba el dedo que tenía metido entre los muslos, separándolos un poco por la parte superior, la más cercana al pubis, por el pedazo de rabo que arrastrara, horas antes, contra las piedras del empinado montículo, sito en las mismas orillas de los Baños de Claudia, donde, al subir la marea, se había visto obligado a trepar. Apretó un poco más la yema de su índice contra el clítoris y emitió un bramido. Luego, se levantó y poniéndose el tanga, se dirigió nuevamente a la playa. El mar estaba quieto y las gaviotas sobrevolaban entre las irritadas arenas del Levante.


Tinto de verano

Gustavo no era un marica, sino el marica. Ojos grandes, abiertos en rizo, delgadez, una sonrisa amplia, hasta decir con ella palabras de asilo o de cariño. Pantalón vaquero en el que se dejaban adivinar, perfectamente, sus genitales.
Arturo, sentado enfrente de la barra, contestó a su requerimiento:-Sí, ponme un tintito de verano y una tapita de esas de carne agridulce.Se lo hubiera tirado, así, llanamente y sin preámbulos. Le hubiera acariciado el ceñido bulto y… Pero se apostilló: sí, lo hubiera hecho, si yo fuera marica, claro.
Lorena, sentada al lado de su novio, miraba sus ojos apasionadamente, al ver que los tenía encendidos y como lanzando chiribitas. En un arranque de picardía, fue bajando la mirada por el cuerpo de Arturo y se detuvo descaradamente sobre su terso miembro. Sintió un escalofrío y un reguerito húmedo le recorrió los muslos al ver el resultado de su pequeña procacidad.


Juego de imágenes

Era como desértica. Ya no guardaba el brillo de otros tiempos. Se miraba, asombrándose ante la gran planicie calva que otrora fuera un bosque. No quería mostrar a nadie esa imagen, ese desnudo suyo, esa rosa ya mustia de su coño. En otros tiempos, ella, había sido la prostituta mejor pagada de Pigalle. Ahora repasaba, medio llorando, el álbum que Monsieur Lebroud, un jurista que frecuentaba su cama, le había regalado hacía mucho ya con motivo de su cumpleaños.


Una extraña pastilla

Sintió que alguien se apretaba a su cuerpo y le metía el miembro. Era como una estaca templada, húmeda, nerviosa en su jadeo. Estaba situado a sus espaldas y reculó hasta notar aquello inmerso totalmente en su vagina. Al despertar, no había nadie. Solamente en la sombra de los sueños le sucedían estas cosas. Hacía unos meses que el galeno le había recetado un somnífero que, más que relajarla, violaba constantemente la intimidad de su noche.


El parvulario

-Amelia, no dejes las bragas sobre la mesa del despacho, por favor. Ya no tienes edad de ser tan desordenada y no te muerdas las uñas. Ven, recoge todo lo que esparciste y ponlo en el cesto. Deja ya de formar palabras con las fichas, ¿no ves que ando esperándote? Ya hace mucho que cumpliste los cuarenta y follas como una loca. Si no tuvieras ese vicio de imaginarte en el parvulario cada vez que te poseo, qué sencillo sería vestirse después del polvo y llegar a tiempo al cine. No sé qué voy a hacer contigo. Ah, y la chichonera escóndela en el armario, pronto llegará Mercedes y no quiero que empiece a sospechar que tengo un lío. Estas enfermeras se dan cuenta de todo y no es caso.


El refrán

Cogió el pájaro y se sintió feliz. Por la orilla del mar, varios muchachos paseaban eufóricos sus desnudos. Ella siempre había escuchado aquel refrán y, la verdad que sí, se sintió satisfecha mientras se lo llevaba, con deleite, a la boca.
Ya casi anochecía en aquella playita de Chipiona.


El higo

Cómo esconder aquello. Su amiga le decía: no vayas a la higuera, que quien come de lo que tiene le crece. Y vaya si le gustaba saborear el fruto de aquel árbol. Le creció, pero no desde el higo sino él mismo. Bajaba a la playa y se tumbaba, tímida, en la arena; siempre quedaba un hueco desde donde Lucita veía su entrepierna, temerosa de que todos pudieran pasear, por el bosquejo que guardaba, debajo de la tela, su mirada. No comas más del fruto, déjalo, y el pantalón op-art, de espuma, como era moda, marcándole hasta el paso por el monte de Venus. ¿Cómo esconder a gritos tanta femineidad? La coplilla aquella o la maledicencia popular en canto se le venía siempre a la cabeza: María Rosa que bona estás, tens una figa com un cabás (María Rosa qué buena estás, tienes un higo como una espuerta).
Y nada y nunca, la boca se le hacía agua con el deleite de esa fruta carnosa y sonrosada que afloraba por la comisura de sus labios, lo mismo que su íntima flor que ya se le desparramaba por la vertiente de sus piernas, creciéndole las algas hasta acariciar, ya casi, la rodilla.


Chantal

Le gustaba subir hasta el rellano de delante de la azotea. Allí no había nadie y podía besar al muchacho que la acompañaba. Una vez saturadas las bocas de besos y lenguas, él, recién vueltos de la playa ambos, le bajaba la braguita del biquini y continuaba su besuqueo por el mar de las piernas. A Chantal le encantaba todo aquello. No se depilaba nunca, era la atracción de todo el vecindario medir en el pensamiento los centímetros de vello que asomaban por las orillas de la tela de cada bañador. Luego, ya anochecido, los hombres de las tres plantas del bloque, dos viviendas por cada una, se reunían en el bar y hacían una especie de quiniela adivinatoria sobre tales medidas. Anotaban todo en un papel y quedaban en silencio esperando la llegada del amante de turno de la joven que, especialista ya en tales derroteros, daba la razón a quién se hubiera aproximado más a la exactitud. Otras veces la apuesta se dirigía a la frondosidad de los sobacos e, incluso, en alguna ocasión, a la temperatura del ojete. Lo que no sabría yo afirmar es cómo podía el aclarante medir tales grados con la lengua.


© Ruth Cañizares, 2009.-

SEÑOR BDSM



Habían dado las doce. Germán abrió la puerta de la estancia contigua y, a la luz de la pequeña lámpara, observó a Carolina, que dormía profundamente. La muchacha, completamente desnuda, llevaba en el cuello un collar, al cual una cadena se enganchaba, atándola a un barrote del camastro. También él se encontraba desnudo, aunque calzaba unas botas de cuero negro y aspecto militar. Sobre el pecho, a modo de medalla, una pequeña llave, sin duda destinada al único mueble que en aquel cuarto parecía cerrado. ¡Eh, puta!, gritó, mientras la polla se le iba endureciendo hasta ponerse erecta, como un mástil. ¡Eh, puta, abre los ojos!, volvió gritar, ahora asiéndola por el pelo y zarandeándola bruscamente. ¡Despierta, esclava!, aulló, redoblando su rudeza.
Al fin, abrió los ojos y, como manejada por un raro resorte, saltó del lecho y se arrodilló. Pasó de esta manera unos minutos, viendo cómo del pene de Germán un blanco filamento de flujo pegajoso le caía en el rostro y, rodando por la nariz, goteaba sobre sus pechos. Se sentía feliz, llevó hasta aquel líquido sus dedos y, con breve masaje, lo extendió alrededor de los pezones. Luego bajó una mano y, visiblemente excitada, se acarició la vulva.
Y se hubiese corrido, desde luego, si su amo, Germán, no llega a evitarlo, decidido a esperar, sin duda alguna, mayores deleites. Cuando los jadeos de Carolina presagiaban un rápido final, él la atrajo hacia sí, con un fuerte tirón de la cadena y, agarrándole los pezones con fuerza, la levantó. Entonces, sin liberar su presa, antes bien intensificando el pellizco, le dijo:
-Debería azotarte, grandísima puta, pero eso te encanta, lo sé. En fin, te daré gusto o eso crees, pero antes tendrás que convencerme con una buena mamada. ¡Tírate al suelo, perra!
Obediente, se puso de rodillas y él, de una leve patada, la obligó a tumbarse, a la vez que, invirtiendo su propia posición, hacía coincidir su verga con la boca de la mujer, que comenzó a chupársela codiciosamente.
-Sigue, sigue –ordenaba Germán-.
E introducía los dedos en su coño, comprobando el efecto de aquella acción, intensificándola con pellizcos, a los que Carolina respondía chupando con más y más ansia. Él, ya fuera de sí, mordía con crueldad, le subía las piernas y golpeaba con delectación los glúteos, hasta hacerlos enrojecer.
Y ella, bien abierta la boca, resistía las feroces acometidas de Germán, cuyo falo se hundía hasta la base, cada vez más hinchado por efecto del enorme placer. Carolina era hermosa, con un cuerpo macizo e incitante. Joven, morena, el cabello le descendía en cascada hasta los grandes pechos que, firmes y erguidos, coronaban dos grandes areolas y sendos pezones, sonrosados y puntiagudos. Las caderas, amplias, a medida de un culo prominente y un vientre suave y ancho, bajo el cual se extendía una negrísima mata de pelo, cubriéndole todo el pubis.
-Basta, puta –conminó secamente-, voy a calentarte las nalgas.
Ella, soltando el pene, que salió de su boca impregnado de jugos, se incorporó.
-¡De rodillas! –dijo Germán-.
Tomó entonces la llave que le pendía del cuello y la arrojó al parqué, mientras gritaba:
-¡Vamos, perra, cógela con la boca.
Cuando ella, a cuatro patas, obedeció la orden, siguió:-Ahora, abre ese mueble que tú sabes y elige el instrumento que más te guste.
Poco tiempo tardó la mujer en presentar al hombre una fusta larga, flexible y delgada, con una empuñadura que se ajustaba a la muñeca como una pulsera, con lo que nunca podría caer al suelo, garantizando así un castigo sin interrupciones, a gusto del amo más implacable.
-Ah, zorra –dijo éste-, ya veo que te gusta lo bueno. Yo te la haré sentir en cada milímetro de cuerpo.
Y, cogiéndole la cadena, la llevó hasta un extremo de la estancia, donde un extraño artilugio, que terminaba en un par de argollas, permitía amarrarla en cualquier posición. Eso hizo Germán, de manera que Carolina tuviese levantados ambos brazos, levemente inclinada, con las piernas abiertas. Una vez que la tuvo preparada, blandió la fusta, haciéndola silbar.
El zumbido de la fusta era como el preludio de una sinfonía en la que gritos, súplicas, jadeos y el chasquido del cuero sobre la piel desnuda acababan en el allegro maestoso y sostenuto del clímax. Ella, al oírlo, mientras Germán, deliberadamente, demoraba la lluvia de azotes, se dejaba asaltar por un temor enorme. A veces, el sudor empapaba los vellos de sus axilas y, bajándole por el vientre, se mezclaba con los fluidos que liberaba la excitación. Era dichosa así, sintiéndose dominada, poseída, a merced de aquel hombre adorado que la había reducido a la esclavitud. Él, mientras la miraba, sentía en la entrepierna la dolorosa urgencia de un deseo que iba a estallar, sin duda, al iniciar el castigo, y ya saboreaba las posturas, los escorzos obscenos que el cuerpo de Carolina adoptaría al sentir la mordedura de los azotes. Sin pensárselo más, descargó el primer golpe y la fusta cruzó en diagonal la espalda de la mujer, dejando en ella una marca rojiza y en la pupila de él una torsión del torso deliciosa, rubricada con una débil exclamación:
-Oh...
Siguió otro golpe en dirección contraria y, seducido por la grupa que le mostraba, asestó los siguientes en el trasero de Carolina, que ahora acompasaba sus exclamaciones con un leve jadeo. Atraído por las dos medias lunas que, marcadas con varios trazos rojos, se le ofrecían, tiró al suelo la fusta y, agarrándolas, abrió el camino oscuro y la sodomizó.
Ella, al recibir la verga de su dueño, gimió y contrajo el cuerpo, mientras él, sin dejar de moverse, la cogió por los pechos y apretó los pezones, fuera de sí. El jadeo de ambos se volvió más intenso y, al fin, cuando todo auspiciaba el orgasmo, le dijo a la mujer, junto al oído:
-Aprieta más el ojete, que yo te apretaré los pezones hasta pulverizártelos, perra.
-Sí, mi dueño y señor –repuso Carolina-, quémame las entrañas con ese hierro candente que me está matando de gusto... así, oh, sí, mi amo, pellízcame las tetas, rómpeme, gózame...
No resistió Germán el cataclismo. Moviéndose frenético, vació en el intestino de su esclava una oleada de esperma, que la condujo al éxtasis.
-Esto no ha terminado –farfulló-. Eres una puta: no puede uno darte por el culo, sin que disfrutes como una guarra. Voy a castigarte por ello. Prepárate.
Y, apenas acabó la perorata, desató a la mujer y prosiguió diciendo:-Aún no he desollado a este conejo, pero será un placer, no lo dudes. Pero ahora vayamos a otra cosa: te he soltado porque habrá que poner a punto la maquinaria para volver a empezar.Esto dijo, señalándose el pene que, irritado y sanguinolento, comenzaba de nuevo a centellear.
-Arrodíllate, esclava, y métetela entera en la boca. Quiero que me la chupes despacio, trabajando esa lengua...
Carolina, sumisa y genuflexa, tomó en su boca el falo y comenzó a lamerlo. Primero, dando vueltas alrededor del glande con la lengua bien mojada; luego, de arriba a abajo, succionando de forma espasmódica, hasta que, finalmente, se la metió toda entera, sin parar de moverse. Y así hasta que su amo le ordenó detenerse y volvió a conducirla hasta los amarres, donde la encadenó, de frente esta vez.
-Quiero que abras las piernas y las mantengas así, hasta que yo disponga otra cosa.
Cogió entonces un látigo no muy grande, con siete colas largas y flexibles, que le fue restregando por todo el cuerpo, viendo cómo en ella hacía presa la excitación. Cuando la propia se hizo insoportable, empezó a azotarla. Primero en los pechos, después en el vientre, luego en la cara interna de los mulos...
Ahora no se trataba de un juego, o eso parecía, al menos.Pronto, los senos se llenaron de rojos verdugones y otro tanto las zonas restantes, expuestas al castigo. Germán se detuvo.-Voy a azotarte el coño.
Y pasó en un instante de la palabra al acto, descargando en aquel lugar una buena andanada de latigazos, que le arrancaron deliciosos gritos. Carolina temblaba, suplicaba, lloraba. Y él, consciente de su victoria, redoblaba la crueldad de la azotaina.-Así, así me gustas, puta –le decía con voz trémula-; eres mía, eres mía, y ahora siento en tu cerne mi posesión. Puedo romper ahora tus cadenas, destruir estos látigos y pedirte que salgas de mi vida... tú eliges...
-¡Azótame! Soy tuya. Y cuando siento el látigo en mis carnes sé que no tengo vida, placer ni voluntad, si no es arrodillada a tus pies.
Germán volvió a aplicar una tanda de azotes a los enrojecidos muslos de la mujer. Estaba sudoroso y la fuerte erección le dolía. Tiró el látigoy, poniendo su mano entre las piernas de ella, le apretó el coño. Se encontraba mojada. Germán bajó a la molla palpitante y la llevó a su boca, succionándola con ardor. Cuando advirtió que se acercaba el éxtasis, procedió a desatarla, la puso a cuatro patas sobre el suelo y la penetró.
-Germán. Germán, por favor, se hace tarde, ¿a qué esperas para levantarte?
-Anda, mujer, ¿no podemos quedarnos en la cama cinco minutos más?
-Claro que no. Recuerda que a las 10 vendrán a recogernos.
-Joder, con lo a gusto que estaba durmiendo.
-Sí, ya lo noté; estabas empalmado y por poco me ensartas... ¡A saber qué estarías soñando!
-Unos minutos más, mientras pones el desayuno.
-Ya voy, ya voy, negrera.
-¡Este hombre! A propósito, ¿quién es Carolina? Me pareció escuchar que la llamabas.
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© Clarisa Meer, 2008.-

UN ENCUENTRO INUSUAL



Inés era especial, ya lo creo. No porque fuese guapa ni fea ni tuviera un gran cuerpo o todo lo contrario. Quiero decir que, a sus cincuenta y tantos, conservaba una interesante figura y un rostro que, enigmático, confería al conjunto un enorme atractivo, a lo cual el cabello, una melena de azabache cosmético, que se desparramaba sobre los hombros con rebuscado descuido, contribuía. En fin, que estaba buena, tan buena que su edad, lejos de provocar aprensión o rechazo, invitaba a adentrarse en los misterios, sin duda gozosos, de su veteranía.
La encontré una mañana, sentada en un café, dando cuenta de un amaretto y fumando con tal profusión que parecía, envuelta por el humo, una meiga chuchona, a punto de lanzar un maleficio.
Quiso mi buena suerte –pues también la fortuna escribe recto con renglones torcidos- que todos los veladores se hallaran ocupados, y yo, torciendo el gesto, mirase ansiosamente a mi alrededor, buscando una mesa. Entonces me encontré con los ojos de Inés.
-Busca mesa, ¿verdad? Hay mucha gente...
Le contesté que sí, que la lluvia era, a veces, un solemne coñazo, y ella, sin más, me indicó con la mano que me sentara: Por favor..., susurró, acompañando la frase con una turbadora sonrisa. En fin, nos presentamos, pedí un café con leche y pasamos el tiempo charlando de esto y aquello hasta que, columbrando que la conversación no iba a dar más de sí, disparó la andanada:
-¿Le gusta la fabada? ¿Disfruta con el buen vino? ¿Le importaría acompañarme a casa y compartir conmigo el almuerzo?
No pude resistirme –o no supe ni quise- y acepté, de manera que, media hora más tarde, tras un corto trayecto bajo el paraguas, estaba arrellanado en un sillón, mientras ella ordenaba el espacio y hacía preparativos.
Así anduvo, de acá para allá, durante un buen rato, hasta que, al apagar la colilla de mi Player Navicut, una extraña sensación de vacío se desplomó en la atmósfera de aquella habitación y su ausencia se hizo notar. Sin embargo, cuando empezó a asaltarme la inquietud, escuché unas pisadas en el pasillo. Sí, era ella. Apareció vestida con un albornoz y sujetaba su cabello húmedo con una felpa, también azul, haciendo juego con las chinelas. Para despejar dudas, la obertura inferior de la prenda y la amplitud del escote denotaban que nada había debajo sino la piel desnuda.
-Acabo de ducharme –dijo-. El agua está riquísima. Le sugiero que haga lo mismo. He dispuesto otro albornoz, por si quiere ponerse cómodo. Con toda confianza. Solamente vamos a estar los dos.
Situación tan inusual era por sí un indicio de la intención de Inés, su forma de pedirme una tarde de goce refinado e intenso, envuelto en la elegancia que se me suponía y a la cual ella misma intentaba contribuir, creando ambientes propicios y un escenario en consonancia con su deseo. ¿Cómo explicar si no que hubiese preparado otro albornoz y un par de zapatillas, al lado de la bañera? Así que me duché, intrigado por estos pensamientos que, acaso sin pretenderlo, me estaban provocando una intensa erección.
El almuerzo transcurrió como yo esperaba. Sentada frente a mí, se había abierto discretamente el escote, sólo lo necesario para mostrarme la sabrosa caída de sus pechos y cerciorarse de que los veía, en tanto analizaba mis reacciones con la matemática precisión de una computadora. Se lo puse muy fácil, pues la miraba con total descaro y hubo un momento en que, al bajarle una gota de vino por el busto, me apresuré a secársela y ella, convencida de que las cosas rodaban a su gusto, siguió desinhibiéndose, mientras el albornoz se abría cada vez más y la enorme areola de los pechos me dejaba adivinar dos pezones magníficos que, de buena gana, le hubiese succionado en aquel mismo instante. Pero opté por jugar y me contuve.
Referiré, no obstante, que la fabada estaba deliciosa, a la altura del Vega Sicilia con que mi refinada anfitriona me agasajaba continuamente, solícita a llenarme la copa cuando estaba vacía y haciendo con la propia otro tanto. Comimos y bebimos en razonable exceso. Mi veterana amiga sabía que el sopor y lasitud subsiguientes a una comida excelsa eran, sin duda alguna, la mejor antesala del sexo, segura de lo cual fue aliviando su compostura y aligerando, cada vez más, la clausura del albornoz.
Cuando sirvió el café y se sentó a mi lado, dejó que sus dos muslos mostraran sus poderes.
-Ven –me dijo, con voz trémula-, pongámonos cómodos. Siéntate en el sofá, voy a poner un brandy, ¿te apetece?
Y le dije que sí, a ver si sus efluvios aflojaban un poco mi erección, pues me dolía la polla y empezaba a sentir una incómoda urgencia. Que le hablara de tú, me pedía, sentada ya a mi lado con las piernas cruzadas y descalza, mientras saboreaba la bebida y pasaba la lengua sobre el labio inferior con lascivia evidente. Entonces, apurando mi copa de un trago, me recosté y, abierto mi albornoz, se irguió el pene, enrojecido por la excitación.
-Uy, pobrecito mío –exclamó, mientras lo agarraba-. Esto es lo que se dice todo un estado de necesidad. Tendremos que aliviarlo.
Lo tomó, como un cetro, y se quedó mirándolo, no sé, treinta segundos. Luego, manteniendo la mano izquierda en la empuñadura, subió con suavidad la derecha por aquel tronco y, a la altura del glande, rodeando a éste con el índice y el pulgar, movió de arriba a abajo la piel hasta que, excitado como me encontraba, segregó grandes hebras de flujo y ella, encendida como se encontraba, pasó la lengua en torno y fue aumentando el ritmo de la succión. Finalmente, introdujo la verga en su boca y comenzó a chuparla de arriba a abajo, mientras su mano libre presionaba mis testículos, colocándome al borde del desmayo.
No ocurrió tal porque, temiendo precipitarme, extraje el miembro y la invité a tenderse. Una vez recostada en el sofá, le abrí las piernas y, dobladas por las rodillas, las flexioné hacia arriba, de manera que el coño quedase en primer plano, lo cual me permitió un buen rato de maliciosos juegos. Primero, con el índice, recorrí lentamente los labios mayores y, cuando percibí la eficacia de mis caricias, pasé a los interiores, cuidando que rozaran el clítoris sin llegar a tocarlo directamente, lo cual produjo a Inés una ansiedad deliciosa, a juzgar por sus secreciones, que yo aproveché para lubricarle el ano e introducirle sin dificultad el más largo de mis dedos, en tanto acariciaba con el pulgar la entrada de la vagina.
Inés se revolvía como posesa y yo porfiaba en mis tocamientos, obligándola con el brazo contrario a mantener tan lúbrica posición. Cuando estimé llegada la ocasión y ella gritaba sin pudor alguno, aproxime mis labios a su coño y, sin dejar de acariciarla, comencé a devorárselo con fruición.
Había que ver sus muslos, separados, y la leve, incitante prominencia del vientre; o los glúteos que, de vez en cuando, mordía complacido. Y ella iba y venía, en todas direcciones, venteando ya el éxtasis y perdida del todo su aristocrática compostura.
-Ay, cabrón, ¡a qué esperas para dejar tus manos y reventarme el chocho con la polla! ¡Venga, métemela! ¿No ves que estoy muriéndome de gusto?
-Eso haré –repuse, restregándosela por el filo de la hendidura-, pero antes tendrás que confesarme que no eres más que una puta...
-Una puta –me interrumpió-, una puta, la más zorra y caliente que habrás visto jamás; pero fóllame, fóllame de una vez y ahógame con tu leche.
En ese momento, la penetré y comencé a moverme con dureza, mientras ella jadeaba, cada vez con mayor intensidad, y yo, sin dejar de embestirle, estrujaba sus senos y mordía con saña sus enormes pezones, a punto de verterme en sus entrañas.
-Córrete, de una vez –le grité-, o cambiaré mi polla por una buena azotaina.
No hizo falta. Confieso que me hubiera gustado fustigarla, pero hube de dejarlo para otra ocasión, pues Inés se corrió salvajemente y yo, aguijado por sus convulsiones, le derramé un torrente de semen.
Lo que ocurrió después, sería para contarlo. Pero, al modo de Sherezade, mejor si lo dejamos para la próxima noche...

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© Jacobo Fabiani, 2008.-

ERA EL VERANO DEL 62



Y fue en aquellos días que conocí a Marcela. Recuerdo que el verano, recién inaugurado, esparcía perfumes incitantes por todos los rincones de la ciudad y, estrenadas también, las vacaciones eran un refugio, a la sombra de todo: las clases, la mirada del padre superior, las riñas maternales y el miedo; sobre todo, ese miedo indefinido que se escondía en las jaculatorias, el rezo del rosario familiar, las miradas biliosas de los adultos y, yo qué sé, el ambiente, ese clima cargado como de muertos, de pesada electricidad, de condenas implícitas. Del pecado también nos escapábamos la pandilla de cinco zagalotes que, a media mañana, coincidíamos en la Alameda y allí, bajo la fronda de los árboles, fumábamos algunos cigarrillos y hablábamos de chicas.
Ah, las chicas. Nuestro pequeño mundo giraba alrededor de estas criaturas, intentando descifrar su misterio y, en mediando la suerte, zambullirnos en él, sin salvavidas, dispuestos a morir por unos ojos, unos labios carnosos, unos pechos izados y durísimos, un par de muslos donde naufragar. El drama, sin embargo, consistía en saber cómo hacerlo, desbrozando una selva de teorías que sólo nos llevaban a la duda.
Intentando cambiarlas por certezas, buceábamos en lo ajeno y leíamos, uno tras otro, esos libros secretos y prohibidos, que el padre de Manolo custodiaba en su biblioteca. Aquello sí era vida, coño santísimo, y qué maravillosa tanta depravación. Así, ante nuestros ojos, aunque nada veíamos, sino el propio espejismo de nuestras frustraciones, desfilaron las excitantes escenas de Sade, las aventuras de Fanny Hill y otras lindezas del género, que fueron encendiéndonos la mecha del deseo y un ansia urgente, casi desesperada, de llevar lo aprendido a la práctica.
Muchas tardes, cuando el sol se había puesto y una ligera brisa mitigaba el calor sofocante, subíamos a la buhardilla y allí, libro en mano, siguiendo un turno previamente establecido, el lector, en voz alta, daba vida a los párrafos candentes y el resto de la tropilla se masturbaba, y qué pajas aquellas, viendo como en directo las escenas morbosas desfilar ante nuestra imaginación. Soñaba con frecuencia en los actos de tribonismo y veía a mi amigo merendándole el coño a Margarita, el bombón de la clase, mientras ella, sin dejar de mover las caderas, me chupaba la polla hasta que, al fin, estremeciéndose como loca, empezaba a gemir y yo le derramaba un torrente de esperma. Luego, mi amigo y yo permutábamos nuestros puestos y seguíamos fornicando hasta que la aurora encendía las luces de mi cuarto y, apremiado por la excitación, me masturbaba, para dormir después hasta las nueve.
Pasaron de este modo muchos días, semanas tal vez, alternando mis placeres elementales con largas caminatas por la Alameda, un par de cigarrillos a escondidas y, en habiendo dinero, unas cervezas, hablando de mujeres o de literatura y recitando versos obscenos. Y fue entonces que conocí a Marcela, una tarde de agosto, cuando el fuego de la canícula encrespaba las ondas del deseo y la tierra, los árboles, los bancos, parecían a punto de derretirse. Entonces, sí, surgió ella, como recién nacida de un Romero de Torres, con sus hombros morenos a la intemperie y una falda de vuelo, almidonada, que predecía el baile de sus muslos, capiteles carnales de dos piernas fornidas, bien formadas, que al punto me llamaron la atención.
Qué iba a hacer, si la sangre, caliente como el aire, se me había subido a la cabeza y, en mi entrepierna, el falo amenazaba con una revolución. Despedí a mis amigos, atusé mis cabellos, sacudí con las manos mi ropa, tratando de quitarle las arrugas, y, en menos que se tarda en relatarlo, di alcance a la muchacha. Turbado como estaba, yo no sé todavía qué le dije, pero me veo hablándole deprisa, mientras ella me escucha sonriente y las amigas me miran con ojos de espanto. Y es que acaso ignoraba, porque uno es siempre el último en saberlo, cierta mala familla que circulaba sobre mi persona, a cuenta de mis públicos vicios, nulas virtudes y pésimas notas.
Marcela, para mí, fue una tabla de salvación. Educada en el extranjero, carecía de los prejuicios estúpidos de las chicas de aquí, hijas por lo común de mamá frígida e inhibidas por las diatribas contra el mundo y la carne con que las monjas las atosigaban. No me extraña por ello que, al verla tan resuelta, sin que ningún recato ensombreciese su adorable espontaneidad, optaran por cobarde retirada, abandonándola a merced del sátiro. Ahora, cuando recuerdo los momentos más gratos de nuestro devaneo, pienso que fue una pena no incluirlas en tales pasatiempos. Qué le vamos a hacer: la vida de provincias no dejaba un resquicio a la alegría y, vestida de negro, nos lanzaba a la sima del hastío, el santo matrimonio y el burdel como alternativa.
Marcela, para mí, fue como una ecuación que te estalla de pronto en un examen y esparces su metralla sobre el papel timbrado y apruebas con notable y te ves al abrigo de la chavalería, dándote de palmadas, qué bien, tío, eres el único que aprobó; y te sientes ufano, renacido, elevado a la altura del Olimpo, y se te cae la baba y el mundo te parece chico como un gusano y ya nada te importa sino eso. Marcela. Su cabello suave y negrísimo, sus pechos como frutas soliviantadas, el veneno de su cintura.
Una noche, tras obtener licencia de sus padres, dimos con nuestros huesos en uno de esos cines improvisados que, a socaire de las altas temperaturas, plantaban su pantalla en la plaza de toros y allí, sobre la arena incandescente, que el viento removía en remolinos ásperos, la gente colocaba las miserables sillas de enea y, desplegando una batería de melones, bocatas de sardinas malolientes, vino barato y pipas de girasol, se aprestaban a soportar los tres bodrios de la sesión continua, por huir del insomnio y la calina.
Marcela, sin embargo, se dejó conducir hasta un próximo burladero y perderse conmigo entre los escollos del callejón, hasta que, finalmente, mientras el tiroteo se adueñaba de la pantalla, recalamos en uno de los palcos. Lo demás ya se sabe. Yo rodeé sus hombros con mi brazo. Ella posó en el mío la cabeza. Yo la besé en los labios. Ella aceptó mi beso. Yo puse en su rodilla más próxima mi mano. Ella franqueó sus piernas. Yo ascendí por sus muslos. Ella posó sus dedos en mi bragueta. Yo le acaricié el coño. Ella me dijo, vamos, déjate ya de juegos y hagamos las cosas en serio. Y, tras buscar refugio en las desiertas galerías del coso, nos entregamos a la lujuria.
Marcela no era virgen ni falta que le hacía. Yo, a pesar de la fama que me diera algún cura de la localidad, no había follado nunca. Había manoseado a varias chicas, eso sí, e incluso una de ellas me transportó al orgasmo con su boca, después de menearme la polla enfebrecida. Eso y la fantasía, producto de los libros del padre de Manolo y las imágenes pornográficas que se había traído de Brasil. Pero follar, nunca. Así que no me choca me pusiera a temblar, con una mezcla de emoción y miedo, cuando ella empezó a desnudarse. El corazón, palpitándome, se me iba a salir por los ojos y el sudor me quemaba al rodar sobre el pecho. Cayó, en fin, el vestido a sus pies y vi la aparición de una figura hermosa, aún envuelta en los mínimos atavíos que cobijaban su intimidad: Ven, a qué esperas, tonto –me susurró, con voz ronca-; anda, quítame esto, que me estorba. Y, apretándola contra mí, desabroché el sostén que, poco a poco, fui deslizando por su piel suavísima, lamiéndole los hombros y los brazos, hasta que, liberada de la prenda, pude chupar sus senos, morderle los pezones y bajar al ombligo, percibiendo el aroma de su sexo, ya próximo, y la humedad que, lenta y deliciosa, le impregnaba las bragas.
El pene iba a estallarme, sumergido en un magma templado y pegajoso, a punto de arrojar su metralla al vacío. No obstante, me contuve y bajé muy despacio aquel último velo, entrándole en el culo con la izquierda y acariciando con mi mano derecha la zona interior de los muslos, en tierra de nadie, mientras nariz y boca, empapándose de los jugos de su fogosidad, presionaban el coño de Marcela, que respiraba con agitación y suspiraba exquisitamente. Fóllame, déjate de mariconadas y fóllame –repetía con calurosa insistencia-. Yo ignoraba sus ruegos, dispuesto a que el orgasmo culminase esos juegos preliminares, no fuera sucediese que, inexperto, me anticipase intempestivamente, interrumpiendo el curso de los hechos. Así que, de un tirón, bajé las bragas hasta sus rodillas y, descubierto el sexo, busqué el clítoris con la lengua y succioné sin tregua, mordisqueando con mis labios superiores los suyos de las antípodas y así, gritando, jadeando, aullando, se corrió.
Esa fue la señal y emprendí un nuevo ataque. Marcela, más calmada, devoró suavemente mis tetillas y, al sacarme la polla y sentir que sus manos se mojaban, me dijo: Hay que aliviarlo. Acto seguido, se apoyó con los codos en un saliente, junto a una escalera y, flexionando el cuerpo, me ofreció sus accesos. Cuando le vi las nalgas, abultadas y respingonas, las pellizqué con fuerza, las abrí y distraje mi índice en la gruta prohibida, a la vez que la mano contraria volvía a explorarle el coño, que pronto dio cosecha de sus mejores caldos. Y qué peludo era. Las hebras de su pubis, recias aunque suaves, se espesaban en un abundante mechón encima de la raja. Ni un instante dejé de acariciarla, hasta que, al presentir su calentura y no pudiendo prolongar la propia, enterré en su vagina las primicias de mi virilidad.
- Ay, que tiempos, Manolo, ¿te acuerdas de Marcela?
- Fuisteis novios o así, no más de un mes. Por cierto, ¿has vuelto a verla?
- Nunca.
- ¿Y no piensas en ella alguna vez?
- Casi siempre. Fue un sueño. Como la juventud.
- Buenos tiempos aquellos.
- Era el verano del 62.
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© Jacobo Fabiani, 2007.-

UNA NOCHE CUALQUIERA



Acababa de cumplir los dieciocho, sí señor, una perita en dulce; tanto, que si llego a encontrármelo dos o tres noches antes, no sé, no sé qué hubiera hecho ni qué hubiese podido ocurrir, figúrese, pues lo mismo le da por denunciarme y, menor todavía, se las ingenia para chantajearme y me saca el dinero. Estos muchachos son muy peligrosos y tienen más recámara que nosotros, lo que yo le diga; que nos pierde la necesidad y nos ciega, ya sabe, un cuerpecito fresco, nuevo o casi, con una buena polla y ninguna vergüenza para darse el capricho.
Sí señor, dieciocho; y ya andaba a la greña por los bares de ambiente, dejándose caer. A mí me tocó y yo, contento, me dejé engatusar por su sonrisa y esa mirada como perversa, que le encendía las carnes y le proporcionaba su atractivo irresistible. Pues sí, por mis muertos, estaba buenísimo y a mí me entró una cosa por el cuerpo, que por poco me muero tan pronto lo vi.
Tomamos unas copas y, cuando todo estaba vendido en el local, ninguno de los dos parecía resuelto a darlo todo por terminado, largarse a su casa y quitarse la calentura con agua fría o montárselo a mano, así que yo me armé de valor y, sin preámbulos, le propuse que se viniera conmigo a seguir en mi apartamento, trasegando unos güisquicitos más lo que se encartara. Y él, sereno que estaba, seguro de su fuerza y convencido de mi debilidad, me dijo que sí, tío, que vámonos donde quieras; y así comenzó todo.
A mí me gusta el rollo sin más complicaciones. Si te mola el chaval y te quedas colgado, mal asunto. Uno va a lo que va y, al cabo de los años, sólo es lo que es: un bujarrón, ya sabe, y esa fama ya nadie te la quita ni falta que te hace; las cosas, claras, y eso yo se lo dije al muchachote durante el recorrido en automóvil, mientras veía cómo su mirada se iba haciendo de hielo y una sonrisa, leve y maligna, se dibujaba apenas en su rostro.
Subimos la escalera, abrí la cerradura y nos encaminamos hacia el salón. Le dije: oye, ¿qué te parece si nos ponemos cómodos? Y le ofrecí un albornoz para que se diera una ducha, mientras yo hacía lo mismo en el pequeño cuarto de baño del dormitorio. Cuando salimos, limpios, perfumados, sólo la suave felpa de aquella prenda cubría nuestros cuerpos.
Él no albergaba dudas sobre a qué se exponía mostrándose así y yo estaba seguro, a esas alturas, de que, al precio que fuera, la noche iba ser larga y divertida. Me arrellané a su lado en el sofá, eché un trago, que bien lo necesitaba, y, tirando del cinturón, le abrí el batín, hasta que sus tesoros quedaron al descubierto y yo, que estaba ciego, casi me trago su virilidad, con el ansia que tenía de mamar esa polla increíble, a punto de estallar en mi garganta.
Entonces sucedió lo inesperado: en un súbito arranque de violencia, me retiró su miembro de la boca y, empujándome bruscamente, quedé con el trasero a su merced. Él, aprovechando mi turbación, me separó las piernas, apartó con sus dedos mis glúteos y me introdujo el pene sin ninguna delicadeza, desgarrando como un ariete cuanto hallara a su paso.
Sentí un dolor intenso y me invadió una extraña sensación de frío al reparar en el reguero caliente de sangre, que, rodando por mis muslos, vino a caer en la tapicería. Creí, por un momento, que iba a desmayarme, pero me sobrepuse. Cuando logré controlar la respiración, mi verdugo me había penetrado y se movía en mi vientre con una rara mezcla de vigor y dulzura, acompasando el ritmo de su pelvis con terribles pellizcos en los cuartos traseros, clavándome las uñas sin piedad. Poco a poco, la situación se hizo soportable y de ahí fue subiendo a placentera: la punta de su sexo presionaba esa zona que, en el nuestro, regula las funciones naturales, de manera que, confundidas y entreveradas, unas veces pensé que me corría y otras que me orinaba, en una sensación voluptuosa a la que me rendí. En el paroxismo de mi deleite, noté cómo la mano del muchacho, agarrándome el pene, empezó a menearlo con rudeza, hasta que eyaculé. Él, percibiendo mis convulsiones allí donde su hombría se encontraba alojada, me quemó las entrañas con un río de lava y, exhausto al fin, salió de su hospedaje y rodó junto a mí.
Le pregunté su nombre. Patroclo, respondió. Lo miré, entre indignado y socarrón, reprochándole la mentira. Qué más te da –me dijo-, querías una polla y has tenido en el culo la mejor, ¿no era eso lo que buscabas? Asintiendo con la cabeza, le interpelé: ¿Y tú, qué buscas tú?
Vomitando desprecio por los ojos, se levantó y, dispuesto a ofrecerme la apoteosis del espectáculo, se vistió lentamente, dosificando su procacidad, hasta que un frío intenso se me metió en el alma. Sí, señor comisario, no sé qué ocurriría. Cuando me desperté, el viento flameaba las cortinas y la lluvia mojaba el alféizar de las ventanas. Todo se hallaba en aparente orden, pero nunca encontré la cartera. Tenía algún dinero, las tarjetas de crédito, papeles y esas cosas. Ya ve, fui un estúpido. Desolado, hice sonar un disco. Y quién no da la vida por un sueño
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© Jacobo Fabiani, 2007.-

EL NACIMIENTO DE ONÁN



Tenía la costumbre de llevarse al retrete un mazo de revistas, que colocaba cuidadosamente a su lado y, luego, ya dispuesto en la taza, mientras excrementaba despacioso, las cogía una a una y las iba ojeando casi con displicencia, pues aquellos papeles en los que nada hallaba eran un médium entre lo defecado y su imaginación. Por eso, aquella vez, introdujo en el fardo de lecturas baratas un buen lote de imágenes, escindidas de otras publicaciones, y así, discretamente, escondido en sus usos cotidianos, entró en el cuarto de baño y, tras bajarse los pantalones, tomó asiento en la sede de sus gozos más íntimos.
Felipito Rodríguez, hijo de un comerciante que había recorrido medio mundo, lo invitaba a merendar con frecuencia y, estando los dos solos, añadía al sabroso chocolate una visita semiclandestina al despacho paterno. Allí, rodeado de barcos antiguos, paisajes filipinos e imágenes de la guerra civil, pasaba muchas horas don Felipe, enfrascado en la burocracia de su negocio y algunas aficiones con que llenar el ocio de una existencia muelle y confiada, pues gustaba leer a los clásicos rusos y se le oía encomiar al Galdós de los Episodios.
Una tarde, después del refrigerio, el unigénito de aquel hombre condujo hasta el despacho a su amigo y, después de ofrecerle acomodo, extrajo de un cajón del escritorio una llave corriente con la que abrió el jardín de las delicias. Allí, apiladas en el pequeño armario, yacían centenares de revistas en cuyas páginas, aligeradas de texto casi siempre en inglés, mostraba los misterios gozosos de la carne una legión de mujeres, totalmente desnudas, en las más excitantes posiciones. Se miraron los dos con los ojos desorbitados y, ni corto ni perezoso, arrancó Felipito varias hojas y repitió la acción, repartiendo en dos lotes el fruto del saqueo.
Quizás, al día siguiente, enfrascado en sus razias, no pensó que, a esas horas, su amigo se encerraba en el cuarto de baño y, sentado en el inodoro, extraía su parte del botín y devoraba con ojos de fuego las manzanas de la lujuria, que acabara de descubrir.
Desde el ano al escroto, algo como un calambre fue tensando los músculos y un potente hormigueo levantó, con la furia de un rayo, aquel pequeño pene que, de pronto, descubrió su existencia e impuso su ley.
Temblando de deseo, recorrió varias veces los carnales recortes, mientras la mano diestra movía en torno al glande, de abajo a arriba y de arriba a abajo, el manguito de piel que, al envolverlo, transmite sin enojos la dulce presión de los dedos y hace brotar un magma delgado y transparente que, preludio de la erupción, ya bañaba las faldas del volcán.
Tratando de evitarla, por así prolongar su deleite, soltó la altiva presa e, intentando evitar la dispersión, eligió las imágenes que habrían de acompañarle a la traca final. En cada fotograma, la mujer, una rubia platino made in Hollywood, se dejaba una prenda de su atavío, hasta quedar desnuda e ir mostrando en detalle lo mejor de su complexión, que era abundante por lo demás. Sobre todo, los pechos, dos masas imponentes, coronadas por sendos pezones que incitaban a mordisquearlos y eso hizo el chaval, lamerlos, recorrer con su lengua ensalivada las enormes areolas y arañar con los dientes las excitantes cúpulas, imaginando acaso que la chica, acuciada por la voluptuosidad, le exigía mayores audacias y él, chupándole el vientre, le entraba en la vagina con los dedos hasta sentir en ellos los indicios de su victoria.
Y terminó follándola. Le metió hasta el aullido aquella polla inédita y, tomándola por las nalgas, comenzó a cabalgar con la furia de un potro e iba la mano, con el mismo ritmo, estimulando el glande, que sentía las convulsiones de su pareja, y acababa corriéndose con ella.
Fue una larga eyaculación. En el primer espasmo, una flecha de semen vino a clavarse en la pared de enfrente. Luego, el chorro se fue tranquilizando, hasta rendir el vuelo en unos pocos hilos, sobre el charco lechoso que ya desembocaba en el abismo.
Con los ojos perdidos en el vacío, permaneció el muchacho unos minutos, no sé, toda una vida acaso. De pronto, golpearon la puerta: “¿Pasa algo, hijo mío? ¿Estás bien?” Era la voz de mamá.
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© Jacobo Fabiani, 2007.-

LA MIRADA DEL ESTABLO



Sucedió en el establo hace ya mucho tiempo…
Escuché los quejidos del portalón de roble que conducía a la cuadra donde se aposentaba un precioso alazán.
Desde mi ventana, vi a una mujer de cielo; era la hija del capataz, con sus rizos dorados, meciéndose en la noche, entrando silente y presurosa en dicha estancia. Con gran curiosidad y con mucho cuidado para no hacer ruido, corrí hacia el establo, lo rodeé sigilosamente, recordaba haber descubierto días atrás que en la parte trasera había una agujero en la vieja madera. Desde este observatorio pude contemplar las caricias lentas y mimosas que aquellas tiernas manos donaban al corcel.
De pronto, el mirador se me hizo diminuto al ver como una de sus manos rozaba los grandes genitales del pasivo animal. Pasivo hasta ese momento porque, a partir de entonces, su agigantado miembro se elevó cual gran pértiga de carne palpitante.
Ella entró en una especie de trance, se arrancó el vestido arrojándolo lejos e iluminando mis ojos con su esplendoroso y rosado cuerpo. Noté una gran agitación que me provocó espasmos y sudores. La desnuda posesa, en plena lujuria, estaba masturbando al equino; sus manos, locas, subían y bajaban sin pausa por aquel mástil, su boca lo devoraba, sus pezones lo rozaban, su sexo chorreante lo engullía…
En esos momentos, en pleno frenesí humano y animal, sentí un gran fuego viscoso que se me derramaba por mi mano derecha. Sin darme cuenta había tenido la mayor corrida que recordara.
Sorprendido, salté hacia atrás, pisando sin darme cuenta una rama seca. Acercándome, oteé nuevamente, viendo cómo caballo y doncella habían acompasado mi brutal orgasmo con los suyos, no menos inmensos.
Seguí mirando cómo se ponía su vestidito, mas en el momento en que bajaba los volantes del mismo se volvió y dirigió su mirada hacia mi otero, acompañándola de una pícara sonrisa. Se me encogieron hasta las estrellas de aquel limpio cielo. ¿Sabría realmente que yo estaba allí?
Como aquella noche, en aquel verano acudí otras muchas más y, siempre al final, aquella aparentemente cándida y débil muchacha, dirigía la misma mirada y pícara sonrisa hacia donde me encontraba. Nunca salí de la duda de si era consciente de mi presencia.
Esta madrugada estoy, una vez más, recordando como empezó todo, con mis quince primaveras, en la vieja hacienda. Y lo hago apostado en el alféizar de la ventana de mi dormitorio, desnudo y con los prismáticos en la mano... Quizás tenga suerte y, tras los cristales de aquella ventana, donde acaba de encenderse la luz, vea unos rizos dorados en descuidada y ferviente pasión….
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© Darío Fox, 2007.-

EL DESPERTAR DE LESBOS



Nunca pensó que un simple roce le supusiese tanto. Muchas veces imaginó lo que sentiría al contacto de otra piel femenina. Hacía ya mucho tiempo que huía del áspero tacto de su marido.
Aquella fría noche subió las escaleras con la intención de gozar de su ducha diaria en triste soledad. Abrió la puerta del baño y la vio: ella estaba sentada en el bidet, unas braguitas diminutas se enrollaban en sus delicados tobillos. Tardíamente, recordó que aquella guapa y morena mujer que limpiaba su casa aún no se había marchado.
No pudo reaccionar y, petrificadas las dos, sólo ambos pares de ojos parecían tener vida, se clavaron unos en los otros, como tantas veces, denunciando promesas de placeres ocultos.
Laura -que así se llamaba la doncella- se levantó sensualmente y muy queda. A ella le faltaba el oxígeno y no encontraba el aliento. Vio cómo se le acercaba muy lenta, y tomándole la mano le susurró:
-Por favor, mi señora, no tenga miedo y aparte todos los perjuicios.
Sumisamente, sintió cómo resbalaban por su piel todas sus prendas hasta besar el suelo.
El primer roce fue cual la sacudida cruenta de un maremoto, sí, pues humedeció el espacio y el tiempo en todo su sentir. Sus labios de canela sobre los suyos de almíbar; la punta de su lengua le nubló todos los sentidos, mientras que su cuerpo inevitablemente se licuaba. Aquellos dos duros dardos de deseo, sus pezones, se hundieron en los suyos que fuego palpitaron.
Como en cámara lenta, entretejieron pieles, salivas y gemidos, se le abrieron las puertas del más profundo anhelo a lomos de unos dedos que hurgaban y quemaban sus entrañas. Todo transcurrió en plena levitación mental y carnal, un sueño de placer que la llevó a saborear, lamer, devorar, ser devorada y gozar de una erupción nunca imaginada.
¡ Cuánta delicadeza brotando en la pasión !
¡ Cuánto tiempo escondida tan gloriosa verdad !
Así supo la razón por la cual Laura nunca le hubo pedido un aumento de sueldo…
Cuando amaneció y el día fue realmente día, las dos empaquetaron sus cosas, su pasado y su neceser de vida. Atrás sólo quedó el olor a mujer, que no lo fue hasta esa bendita noche de luz y redención.
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© Darío Fox, 2007.-

FRAGMENTO DE UNA CARTA QUE RECIBIÓ EL AUTOR



En cuanto a mi aventura con C. J., debo decir a usted que fue especial. Era un hombre distinto, elegante y muy ceremonioso con las mujeres. Sus manos parecían llevar guantes, pues tal era la suavidad de sus movimientos y la gentil parsimonia de sus acciones. La mirada, un taladro que me sobrecogía, y en más de una ocasión, anonadada, llegué a sentir asfixia y me arrojé a sus brazos, dispuesta a morir.
Tenía, desde luego, cierto aire impasible, que helaba la sangre. Bastaba un gesto suyo y yo me apresuraba a complacerle, como si hubiera escrito sobre mi vientre una orden estricta y detallada, que fuese imposible rehusar.
Una noche me dijo: Venga, desnúdate ahora mismo. Y yo, que aún daba cuenta de un delicioso mousse de chocolate y no había apurado mi copa de champán, lo miré sorprendida y, como vacilara, se me acercó, puso el índice, recto, debajo de mi mentón y, ascendiéndolo lentamente, me hizo levantar. Yo temblaba y en mi estremecimiento sentí que la entrepierna se me mojaba, mientras los pechos delataban mi agitación. Luego castigaré tu torpeza, me susurró fríamente, ahora desnúdate, ¡venga!
De pie, junto a la mesa, empecé a despojarme de mi ropa. La chaqueta primero, que colgué en el respaldo de la silla, y la blusa seguidamente. Él, que giraba y giraba a mi alrededor, me tomó por la cintura y me arrancó el sostén con la derecha, en tanto devoraba mis pezones, mordiéndolos con brío. Sigue, sigue, exigió, y dejé que mi falda se escurriera despacio, antes de despojarme de las medias y bajarme las bragas finalmente.
Él siguió dando vueltas, inspeccionando con sus ojos quietos todo lo que a su vista se mostraba, hasta que, de improviso, puso su mano sobre mi sexo y, apretando la molla del pubis, me empujó hasta la pared. Allí, consciente de mi excitación, rebañó con los dedos el abundante flujo que me manaba de la vagina y los llevó a mi boca. Chupa, mandó, y yo le obedecí, degustando mi propio sabor y aspirando un aroma que, poco a poco, se se fue esparciendo por toda la estancia.
A pesar de sus formas distinguidas, C. J. iba encendiéndose y yo noté su miembro alborotado debajo del pantalón. Arrodíllate, me ordenó, y yo, sumisa e incapaz de otra acción sino someterme, hice lo que pedía y él extrajo su pene, lo aproximó a mi boca y yo lo succioné, primero de arriba a abajo, deslizando la lengua por el hermoso mástil, y luego introduciéndolo y aplicándole las caricias más cálidas y húmedas de que era capaz.
Entonces reaccionó. Se incorporó con ira, retirando su verga de mis labios y, cogiéndome por el pelo, me arrastró hasta la pieza contigua. Asustada no menos que excitada, vi que, al pasar delante de una cómoda, abrió un cajón y extrajo un rollito como de esparadrapo, sin dejar de llevarme hasta un perchero que había en la pared. Allí nos detuvimos y, sin mediar palabra, golpeándome el culo con firmeza, me obligó a colocarme frente al tabique y ató mis manos con esparadrapo a dos pequeñas perchas, hecho lo cual se fue.
Desnuda como estaba y amarrada, no me pude girar hacia el reloj de péndulo que intuía detrás, pero dieron las once campanadas, después el cuarto y la media, y yo, soliviantada, deseaba el regreso de C. J., dispuesta a suplicarle que hiciera cualquier cosa conmigo, pues, perdida por él, sólo pensaba en pertenecerle. Y él, sabiéndolo acaso, me había abandonado en aquel cuarto, a solas con mis sensaciones y el deseo, los pensamientos lascivos, que a ellas concurrían.
Pensaba que, de pronto, entraría C. J. con un grupo de amigos, totalmente desnudos. Uno de ellos, después de darme una buena zurra y ponerme las nalgas al rojo vivo, me flexiona las piernas y, en esta posición, colgada del perchero, me penetra salvajemente.
Otro, excitado por la escena, unta en sus dedos algo y me introduce el índice en el ano, moviéndolo, doblándolo, arañándome, con refinada crueldad, hasta que lo retira y mete en el camino lubricado un pene gigantesco, que me hace desfallecer.
Y me hubieran matado aquellos vándalos sino fuese porque la llegada real de C. J. me apeó de estos pensamientos, con lo que la algarada se disolvió. En efecto, era él. Estaba allí, desnudo, casi hierático, diría que impasible si no lo delatara la tremenda erección. Me miró con los ojos inyectados en sangre y temblé, temblé mientras su mano comenzaba a sobarme tras las rodillas, ascendiendo después por la cara interior de los muslos y alcanzándome el sexo. Nuevamente, apretaba la molla del pubis e intentaba meterme los dedos en el sitio contrario. Aproximó su boca y comenzó a lamerme desde el clítoris hasta el ano, deteniendo la lengua en aquellos lugares. Ah, qué delicia sentirla dando vueltas alrededor del pequeño orificio. El cuerpo entero se me descomponía y el pubis, hambriento, desataba un inmenso oleaje. Méate, puta, gritó fuera de sí, y yo di rienda suelta a mis fluidos, que él recogía en sus manos y luego los frotaba entre mis muslos.
Mi placer aumentaba. El flujo delator me llegaba a las pantorrilas y el deseo me conducía a la más turbadora desesperación. Entonces, bramé: Fóllame ya, cabrón; méteme de una vez tu condenada polla.
No lo hizo, qué va; y eso que de la punta de su artilugio un hilo kilométrico daba fe de su paroxismo. Me miró con frialdad y, abandonando sus manoseos, cogió una fusta que, inadvertida, descansada sobre el sofá y comenzó a restallarla: Ahora pagarás las consecuencias de haberme puesto así, voy a azotarte hasta que me corra, amenazó. Y, haciéndola cortar varias veces el aire, empezó a fustigarme sin piedad. El maldito instrumento hería continuamente las lunas de mis glúteos y, enrojecidos éstos, descendía en zigzag por los muslos hasta acabar junto a los tobillos, dejándome en la piel una lluvia de rayas encarnadas, que C. J. lamió sin descanso, hasta que su respiración, jadeante, advirtió que su estado ya no admitía demoras.
Eso ocurrió, en efecto, y devolvió a su sitio la fusta, para desatarme a renglón seguido. Empujándome hasta un sillón, me puso a cuatro patas, muy abierta de piernas, y me sodomizó. Como un hierro candente, su miembro me abrasaba las entrañas y él salía y entraba, soliviantado, mientras me acariciaba con el índice y yo, asaeteada por el placer, unía mi orgasmo al suyo.
Todo terminó aquí, querido amigo. Los juegos peligrosos no deben repetirse con la misma persona, porque se corre el riesgo de caer en la esclavitud e incluso desearla. La fantasía, fuera de su hábitat, es el dominio de la locura; un infierno muy dulce, un infierno.
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© Jacobo Fabiani, 2007