RED SOCIAL



Dejó el maletín sobre la mesa del despacho y abrió la computadora. Sospechaba que Elisa tenía una página en una red social. Eligió un nombre, se había preparado un correo en yahabi, no precisaba más. Tecleó la clave y se dirigió a búsqueda de amigos, pero qué nombre usaría allí su esposa. Buscó a Raúl, pero no estaba, tampoco halló ni sombra de Amparo o de Guillem. ¿Pues cómo se llamaba aquel profesor de matemáticas de cuando ella hizo un curso de verano en Gerona, con tal de, según dijo, ponerse al día por aquello del cambio y de los euros? ¿Cuántas veces nombraba con admiración a aquel entendido? Y el caso es que ahora no le venía a la memoria. Tenía ella hasta un par de cuartillas guardadas en su cajón privado, sólo con ejercicios y las correcciones pertinentes y en el margen un diminuto corazón que Elisa habría dibujado, posiblemente harta de cualquier teorema demasiado extenso.
A Daniel nunca se le habría ocurrido nada que no fuera ese instinto de superación que tanto le halagaba de su queridísima compañera, de no ser porque, de pronto, se le comenzó a inundar la dirección que utilizaban ambos de mensajitos como alguien te espera en Badabú, pon tu fotografía en Badabú, entra en Badabú. No sabía qué era Badabú, él no había utilizado jamás sino el propio correo y unas cuantas páginas que guardaban relación con su trabajo.
Ahora estaba en Badabú, pero no había rastro de Elisa y los correos llegaban a su nombre. Cerró la página y regresó a Betmail. Elisa no solía limpiar su estafeta y los mensajes iban acumulándose en la bandeja de entrada. Ya tienes acceso total a Badabú, rezaba uno de ellos. Lo abrió, pinchó en el enlace. Había un grupo de personas mirándole desde sus fotografías. Una rubia de pelo lacio se ofrecía en cuerpo y palabra para cualquier actividad que decidiera el elegido. El mensaje se dirigía a hombres mayores de cuarenta años, únicamente docentes. No era Elisa, descansó. Quizás fuera una amiga suya y, si abría su página, le condujera hasta su esposa. Lo que encontró escrito era jugoso. A la rubia le había encantado, al parecer, el modo en que su doctor en matemáticas la había satisfecho la semana anterior. También debió gustarle el té moruno que tomaron en un "pequeño chiringo de la playa nudista, cuando me pediste que abriera más las piernas, porque te daba vida contemplar desde lejos la concha de mi vientre". “Si nos vemos de nuevo no me des chupetones en el cuello, mi marido se fija demasiado en mí. Es un coñazo, pero puede ser problemático que note que me mordiste. Se me podrían acabar las excusas para vernos” .
Luego venían tres o cuatro fotografías de una mujer bañándose. Estaba lejos, pero a pesar de la similitud con la rubia primera, no parecía corresponderse una imagen con otra.
Había una más cercana, lástima que el hombre aquél estaba sobre ella tocándole las tetas con descaro y no dejaba ver sino la parte superior del hombro y un poco del perfil disimulado con algunos mechones.

* * * * *

Decidí abandonar, pero de pronto me detuvo un pie de foto: “me encanta esa manchita que tienes en el culo. Me dijiste". Lo había escrito Anaïs, la rubia en la que andaba yo fisgando. Pero mi santa esposa tenía un antojo en una de sus nalgas. ¡Cuántas veces le había dicho yo aquella misma frase! ¿Qué extraña jugarreta me estaba proporcionando el internet?
Un par de días más tarde, al volver del trabajo, mi esposa me recibió con un simpático gesto de cortesía. Aquel detalle me tranquilizó. ¿Te preparo un té moruno Daniel? Ok, cariño.
La bandeja era grande. No sólo iba el té en la hermosa tetera que habíamos traído de Teherán, había incluido en el agasajo una bandejita bastante generosa de pastas similares a las morunas. No sé qué extraña sinrazón me indujo a decir:
-Estupendo Anaïs, tiene una pinta magnífica.
Fue en un tris. Tuve que llevarla rápidamente a urgencias. Han pasado dos meses y todavía va desnuda por la casa. El líquido ardiente le devoró la piel desde el pecho al abdomen. Recuerdo esas palabras que leí en Badabú y la verdad es que comprendo ahora que su abultada concha pudiera trastocar las cifras de cualquier matemático.
.
© Luis Fitz, 2010