MICRORRELATOS



La colegiala paciente

Me sentí trastornada cuando, totalmente nervioso, me pidió que le diera la mano y cogiéndomela aceleradamente la llevó hasta su sexo, mientras me gritaba: mira qué dura está, por qué no juegas un rato. Me disculpé como pude, cerré la puerta y bajé las escaleras a toda prisa. Se me hacía tarde para llegar a la segunda clase. Por qué se me habría ocurrido acudir al siquiatra y lo peor era que me sentía húmeda. Cambiaré de consulta, me dije, me gusta que los hombres sean más directos, más novedosos, más maníacos. Si, al menos, me hubiera maltratado o se hubiera vestido de niñera. Así, a secas, y lo mismo que el tendero de abajo. Mira que me costó pensar en alguien que pudiera forzarme con más inteligencia, con más dominio del asunto, pero no. Tal vez con otro. No puedo confundirme, yo soy un profesor de matemáticas.


La leche derramada

Estaba vieja y ella lo sabía, pero tenía el pecho erecto y el pubis todavía no había perdido la espesa maraña que, de joven, le hiciera tan preciso un severo depilado para ir a la playa. Todavía recuerda a los vecinos, apostados sin vergüenza en la escalera, levantando la voz para que oyera claramente: Vaya coño peludo tiene la francesita del primer piso.
Chantal, mientras se viste, rememora esas cosas o el momento aquel en que uno de ellos llevaba el bañador mojado por un flujo lechoso. Ella tenía entonces quince años. Y recuerda también cómo la madre del joven le apostilló diciendo: Manuel, te has derramado la leche por encima. Ahora, tanto tiempo después, se deleita en el antiguo nerviosismo del muchacho y, a pesar de que ya supo hace mucho de aquellos menesteres para llevar a cabo los ritos de la vida, recuerda con regocijo el abultado pene de Manuel y cómo, después de aquel mancharse y lejos de cualquier mesa, volvía a suceder el desparrame blanquecino en los despoblados arenales de aquella aldea costera; eso sí, bajo el acompasado movimiento de su propia mano.


Marina en pleamar

Cruzó sus piernas y con los músculos de los glúteos presionó su sexo a golpecitos, como si fuera un corazón. Pensaba en el vigoroso muchacho que había conocido en la playa nudista. Fue acelerando el movimiento, al par que se tocaba los pezones. Sintió que el corazón se le venía más adentro, casi ahogándose en el líquido que comenzaba a correr entre sus piernas. Imaginó entonces que el rubio aquel se le acercaba y le cambiaba el dedo que tenía metido entre los muslos, separándolos un poco por la parte superior, la más cercana al pubis, por el pedazo de rabo que arrastrara, horas antes, contra las piedras del empinado montículo, sito en las mismas orillas de los Baños de Claudia, donde, al subir la marea, se había visto obligado a trepar. Apretó un poco más la yema de su índice contra el clítoris y emitió un bramido. Luego, se levantó y poniéndose el tanga, se dirigió nuevamente a la playa. El mar estaba quieto y las gaviotas sobrevolaban entre las irritadas arenas del Levante.


Tinto de verano

Gustavo no era un marica, sino el marica. Ojos grandes, abiertos en rizo, delgadez, una sonrisa amplia, hasta decir con ella palabras de asilo o de cariño. Pantalón vaquero en el que se dejaban adivinar, perfectamente, sus genitales.
Arturo, sentado enfrente de la barra, contestó a su requerimiento:-Sí, ponme un tintito de verano y una tapita de esas de carne agridulce.Se lo hubiera tirado, así, llanamente y sin preámbulos. Le hubiera acariciado el ceñido bulto y… Pero se apostilló: sí, lo hubiera hecho, si yo fuera marica, claro.
Lorena, sentada al lado de su novio, miraba sus ojos apasionadamente, al ver que los tenía encendidos y como lanzando chiribitas. En un arranque de picardía, fue bajando la mirada por el cuerpo de Arturo y se detuvo descaradamente sobre su terso miembro. Sintió un escalofrío y un reguerito húmedo le recorrió los muslos al ver el resultado de su pequeña procacidad.


Juego de imágenes

Era como desértica. Ya no guardaba el brillo de otros tiempos. Se miraba, asombrándose ante la gran planicie calva que otrora fuera un bosque. No quería mostrar a nadie esa imagen, ese desnudo suyo, esa rosa ya mustia de su coño. En otros tiempos, ella, había sido la prostituta mejor pagada de Pigalle. Ahora repasaba, medio llorando, el álbum que Monsieur Lebroud, un jurista que frecuentaba su cama, le había regalado hacía mucho ya con motivo de su cumpleaños.


Una extraña pastilla

Sintió que alguien se apretaba a su cuerpo y le metía el miembro. Era como una estaca templada, húmeda, nerviosa en su jadeo. Estaba situado a sus espaldas y reculó hasta notar aquello inmerso totalmente en su vagina. Al despertar, no había nadie. Solamente en la sombra de los sueños le sucedían estas cosas. Hacía unos meses que el galeno le había recetado un somnífero que, más que relajarla, violaba constantemente la intimidad de su noche.


El parvulario

-Amelia, no dejes las bragas sobre la mesa del despacho, por favor. Ya no tienes edad de ser tan desordenada y no te muerdas las uñas. Ven, recoge todo lo que esparciste y ponlo en el cesto. Deja ya de formar palabras con las fichas, ¿no ves que ando esperándote? Ya hace mucho que cumpliste los cuarenta y follas como una loca. Si no tuvieras ese vicio de imaginarte en el parvulario cada vez que te poseo, qué sencillo sería vestirse después del polvo y llegar a tiempo al cine. No sé qué voy a hacer contigo. Ah, y la chichonera escóndela en el armario, pronto llegará Mercedes y no quiero que empiece a sospechar que tengo un lío. Estas enfermeras se dan cuenta de todo y no es caso.


El refrán

Cogió el pájaro y se sintió feliz. Por la orilla del mar, varios muchachos paseaban eufóricos sus desnudos. Ella siempre había escuchado aquel refrán y, la verdad que sí, se sintió satisfecha mientras se lo llevaba, con deleite, a la boca.
Ya casi anochecía en aquella playita de Chipiona.


El higo

Cómo esconder aquello. Su amiga le decía: no vayas a la higuera, que quien come de lo que tiene le crece. Y vaya si le gustaba saborear el fruto de aquel árbol. Le creció, pero no desde el higo sino él mismo. Bajaba a la playa y se tumbaba, tímida, en la arena; siempre quedaba un hueco desde donde Lucita veía su entrepierna, temerosa de que todos pudieran pasear, por el bosquejo que guardaba, debajo de la tela, su mirada. No comas más del fruto, déjalo, y el pantalón op-art, de espuma, como era moda, marcándole hasta el paso por el monte de Venus. ¿Cómo esconder a gritos tanta femineidad? La coplilla aquella o la maledicencia popular en canto se le venía siempre a la cabeza: María Rosa que bona estás, tens una figa com un cabás (María Rosa qué buena estás, tienes un higo como una espuerta).
Y nada y nunca, la boca se le hacía agua con el deleite de esa fruta carnosa y sonrosada que afloraba por la comisura de sus labios, lo mismo que su íntima flor que ya se le desparramaba por la vertiente de sus piernas, creciéndole las algas hasta acariciar, ya casi, la rodilla.


Chantal

Le gustaba subir hasta el rellano de delante de la azotea. Allí no había nadie y podía besar al muchacho que la acompañaba. Una vez saturadas las bocas de besos y lenguas, él, recién vueltos de la playa ambos, le bajaba la braguita del biquini y continuaba su besuqueo por el mar de las piernas. A Chantal le encantaba todo aquello. No se depilaba nunca, era la atracción de todo el vecindario medir en el pensamiento los centímetros de vello que asomaban por las orillas de la tela de cada bañador. Luego, ya anochecido, los hombres de las tres plantas del bloque, dos viviendas por cada una, se reunían en el bar y hacían una especie de quiniela adivinatoria sobre tales medidas. Anotaban todo en un papel y quedaban en silencio esperando la llegada del amante de turno de la joven que, especialista ya en tales derroteros, daba la razón a quién se hubiera aproximado más a la exactitud. Otras veces la apuesta se dirigía a la frondosidad de los sobacos e, incluso, en alguna ocasión, a la temperatura del ojete. Lo que no sabría yo afirmar es cómo podía el aclarante medir tales grados con la lengua.


© Ruth Cañizares, 2009.-