FRAGMENTO DE UNA CARTA QUE RECIBIÓ EL AUTOR



En cuanto a mi aventura con C. J., debo decir a usted que fue especial. Era un hombre distinto, elegante y muy ceremonioso con las mujeres. Sus manos parecían llevar guantes, pues tal era la suavidad de sus movimientos y la gentil parsimonia de sus acciones. La mirada, un taladro que me sobrecogía, y en más de una ocasión, anonadada, llegué a sentir asfixia y me arrojé a sus brazos, dispuesta a morir.
Tenía, desde luego, cierto aire impasible, que helaba la sangre. Bastaba un gesto suyo y yo me apresuraba a complacerle, como si hubiera escrito sobre mi vientre una orden estricta y detallada, que fuese imposible rehusar.
Una noche me dijo: Venga, desnúdate ahora mismo. Y yo, que aún daba cuenta de un delicioso mousse de chocolate y no había apurado mi copa de champán, lo miré sorprendida y, como vacilara, se me acercó, puso el índice, recto, debajo de mi mentón y, ascendiéndolo lentamente, me hizo levantar. Yo temblaba y en mi estremecimiento sentí que la entrepierna se me mojaba, mientras los pechos delataban mi agitación. Luego castigaré tu torpeza, me susurró fríamente, ahora desnúdate, ¡venga!
De pie, junto a la mesa, empecé a despojarme de mi ropa. La chaqueta primero, que colgué en el respaldo de la silla, y la blusa seguidamente. Él, que giraba y giraba a mi alrededor, me tomó por la cintura y me arrancó el sostén con la derecha, en tanto devoraba mis pezones, mordiéndolos con brío. Sigue, sigue, exigió, y dejé que mi falda se escurriera despacio, antes de despojarme de las medias y bajarme las bragas finalmente.
Él siguió dando vueltas, inspeccionando con sus ojos quietos todo lo que a su vista se mostraba, hasta que, de improviso, puso su mano sobre mi sexo y, apretando la molla del pubis, me empujó hasta la pared. Allí, consciente de mi excitación, rebañó con los dedos el abundante flujo que me manaba de la vagina y los llevó a mi boca. Chupa, mandó, y yo le obedecí, degustando mi propio sabor y aspirando un aroma que, poco a poco, se se fue esparciendo por toda la estancia.
A pesar de sus formas distinguidas, C. J. iba encendiéndose y yo noté su miembro alborotado debajo del pantalón. Arrodíllate, me ordenó, y yo, sumisa e incapaz de otra acción sino someterme, hice lo que pedía y él extrajo su pene, lo aproximó a mi boca y yo lo succioné, primero de arriba a abajo, deslizando la lengua por el hermoso mástil, y luego introduciéndolo y aplicándole las caricias más cálidas y húmedas de que era capaz.
Entonces reaccionó. Se incorporó con ira, retirando su verga de mis labios y, cogiéndome por el pelo, me arrastró hasta la pieza contigua. Asustada no menos que excitada, vi que, al pasar delante de una cómoda, abrió un cajón y extrajo un rollito como de esparadrapo, sin dejar de llevarme hasta un perchero que había en la pared. Allí nos detuvimos y, sin mediar palabra, golpeándome el culo con firmeza, me obligó a colocarme frente al tabique y ató mis manos con esparadrapo a dos pequeñas perchas, hecho lo cual se fue.
Desnuda como estaba y amarrada, no me pude girar hacia el reloj de péndulo que intuía detrás, pero dieron las once campanadas, después el cuarto y la media, y yo, soliviantada, deseaba el regreso de C. J., dispuesta a suplicarle que hiciera cualquier cosa conmigo, pues, perdida por él, sólo pensaba en pertenecerle. Y él, sabiéndolo acaso, me había abandonado en aquel cuarto, a solas con mis sensaciones y el deseo, los pensamientos lascivos, que a ellas concurrían.
Pensaba que, de pronto, entraría C. J. con un grupo de amigos, totalmente desnudos. Uno de ellos, después de darme una buena zurra y ponerme las nalgas al rojo vivo, me flexiona las piernas y, en esta posición, colgada del perchero, me penetra salvajemente.
Otro, excitado por la escena, unta en sus dedos algo y me introduce el índice en el ano, moviéndolo, doblándolo, arañándome, con refinada crueldad, hasta que lo retira y mete en el camino lubricado un pene gigantesco, que me hace desfallecer.
Y me hubieran matado aquellos vándalos sino fuese porque la llegada real de C. J. me apeó de estos pensamientos, con lo que la algarada se disolvió. En efecto, era él. Estaba allí, desnudo, casi hierático, diría que impasible si no lo delatara la tremenda erección. Me miró con los ojos inyectados en sangre y temblé, temblé mientras su mano comenzaba a sobarme tras las rodillas, ascendiendo después por la cara interior de los muslos y alcanzándome el sexo. Nuevamente, apretaba la molla del pubis e intentaba meterme los dedos en el sitio contrario. Aproximó su boca y comenzó a lamerme desde el clítoris hasta el ano, deteniendo la lengua en aquellos lugares. Ah, qué delicia sentirla dando vueltas alrededor del pequeño orificio. El cuerpo entero se me descomponía y el pubis, hambriento, desataba un inmenso oleaje. Méate, puta, gritó fuera de sí, y yo di rienda suelta a mis fluidos, que él recogía en sus manos y luego los frotaba entre mis muslos.
Mi placer aumentaba. El flujo delator me llegaba a las pantorrilas y el deseo me conducía a la más turbadora desesperación. Entonces, bramé: Fóllame ya, cabrón; méteme de una vez tu condenada polla.
No lo hizo, qué va; y eso que de la punta de su artilugio un hilo kilométrico daba fe de su paroxismo. Me miró con frialdad y, abandonando sus manoseos, cogió una fusta que, inadvertida, descansada sobre el sofá y comenzó a restallarla: Ahora pagarás las consecuencias de haberme puesto así, voy a azotarte hasta que me corra, amenazó. Y, haciéndola cortar varias veces el aire, empezó a fustigarme sin piedad. El maldito instrumento hería continuamente las lunas de mis glúteos y, enrojecidos éstos, descendía en zigzag por los muslos hasta acabar junto a los tobillos, dejándome en la piel una lluvia de rayas encarnadas, que C. J. lamió sin descanso, hasta que su respiración, jadeante, advirtió que su estado ya no admitía demoras.
Eso ocurrió, en efecto, y devolvió a su sitio la fusta, para desatarme a renglón seguido. Empujándome hasta un sillón, me puso a cuatro patas, muy abierta de piernas, y me sodomizó. Como un hierro candente, su miembro me abrasaba las entrañas y él salía y entraba, soliviantado, mientras me acariciaba con el índice y yo, asaeteada por el placer, unía mi orgasmo al suyo.
Todo terminó aquí, querido amigo. Los juegos peligrosos no deben repetirse con la misma persona, porque se corre el riesgo de caer en la esclavitud e incluso desearla. La fantasía, fuera de su hábitat, es el dominio de la locura; un infierno muy dulce, un infierno.
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© Jacobo Fabiani, 2007