EL NACIMIENTO DE ONÁN



Tenía la costumbre de llevarse al retrete un mazo de revistas, que colocaba cuidadosamente a su lado y, luego, ya dispuesto en la taza, mientras excrementaba despacioso, las cogía una a una y las iba ojeando casi con displicencia, pues aquellos papeles en los que nada hallaba eran un médium entre lo defecado y su imaginación. Por eso, aquella vez, introdujo en el fardo de lecturas baratas un buen lote de imágenes, escindidas de otras publicaciones, y así, discretamente, escondido en sus usos cotidianos, entró en el cuarto de baño y, tras bajarse los pantalones, tomó asiento en la sede de sus gozos más íntimos.
Felipito Rodríguez, hijo de un comerciante que había recorrido medio mundo, lo invitaba a merendar con frecuencia y, estando los dos solos, añadía al sabroso chocolate una visita semiclandestina al despacho paterno. Allí, rodeado de barcos antiguos, paisajes filipinos e imágenes de la guerra civil, pasaba muchas horas don Felipe, enfrascado en la burocracia de su negocio y algunas aficiones con que llenar el ocio de una existencia muelle y confiada, pues gustaba leer a los clásicos rusos y se le oía encomiar al Galdós de los Episodios.
Una tarde, después del refrigerio, el unigénito de aquel hombre condujo hasta el despacho a su amigo y, después de ofrecerle acomodo, extrajo de un cajón del escritorio una llave corriente con la que abrió el jardín de las delicias. Allí, apiladas en el pequeño armario, yacían centenares de revistas en cuyas páginas, aligeradas de texto casi siempre en inglés, mostraba los misterios gozosos de la carne una legión de mujeres, totalmente desnudas, en las más excitantes posiciones. Se miraron los dos con los ojos desorbitados y, ni corto ni perezoso, arrancó Felipito varias hojas y repitió la acción, repartiendo en dos lotes el fruto del saqueo.
Quizás, al día siguiente, enfrascado en sus razias, no pensó que, a esas horas, su amigo se encerraba en el cuarto de baño y, sentado en el inodoro, extraía su parte del botín y devoraba con ojos de fuego las manzanas de la lujuria, que acabara de descubrir.
Desde el ano al escroto, algo como un calambre fue tensando los músculos y un potente hormigueo levantó, con la furia de un rayo, aquel pequeño pene que, de pronto, descubrió su existencia e impuso su ley.
Temblando de deseo, recorrió varias veces los carnales recortes, mientras la mano diestra movía en torno al glande, de abajo a arriba y de arriba a abajo, el manguito de piel que, al envolverlo, transmite sin enojos la dulce presión de los dedos y hace brotar un magma delgado y transparente que, preludio de la erupción, ya bañaba las faldas del volcán.
Tratando de evitarla, por así prolongar su deleite, soltó la altiva presa e, intentando evitar la dispersión, eligió las imágenes que habrían de acompañarle a la traca final. En cada fotograma, la mujer, una rubia platino made in Hollywood, se dejaba una prenda de su atavío, hasta quedar desnuda e ir mostrando en detalle lo mejor de su complexión, que era abundante por lo demás. Sobre todo, los pechos, dos masas imponentes, coronadas por sendos pezones que incitaban a mordisquearlos y eso hizo el chaval, lamerlos, recorrer con su lengua ensalivada las enormes areolas y arañar con los dientes las excitantes cúpulas, imaginando acaso que la chica, acuciada por la voluptuosidad, le exigía mayores audacias y él, chupándole el vientre, le entraba en la vagina con los dedos hasta sentir en ellos los indicios de su victoria.
Y terminó follándola. Le metió hasta el aullido aquella polla inédita y, tomándola por las nalgas, comenzó a cabalgar con la furia de un potro e iba la mano, con el mismo ritmo, estimulando el glande, que sentía las convulsiones de su pareja, y acababa corriéndose con ella.
Fue una larga eyaculación. En el primer espasmo, una flecha de semen vino a clavarse en la pared de enfrente. Luego, el chorro se fue tranquilizando, hasta rendir el vuelo en unos pocos hilos, sobre el charco lechoso que ya desembocaba en el abismo.
Con los ojos perdidos en el vacío, permaneció el muchacho unos minutos, no sé, toda una vida acaso. De pronto, golpearon la puerta: “¿Pasa algo, hijo mío? ¿Estás bien?” Era la voz de mamá.
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© Jacobo Fabiani, 2007.-