ESCRITO EN PAPEL MOJADO -pornonarración a dos manos-


Estábamos comiendo en la cocina. Encendió un cigarrillo y comenzó a mirarme. Su voz se hizo más tenue y su miraba se engarzaba en mis piernas. Me levantó la falda, procurando dejar al descubierto ese lugar. Mientras él me palpaba, yo tomé un trozo de papel, dispuesta a dar cuenta de todo. Sopló el humo sensualmente y se quedó hierático. Todo él, incluso ese lugar que ya le hería hasta hacerse evidente.    

Leonor, le dije, siéntate encima de la mesa. Y procuré, al hacerlo, subirle por atrás toda la falda, de manera que, al reclinarla sobre el tablero, no halle dificultad en levantarle el resto por delante y emborrachar mis pupilas en el alcor palpitante que, flanqueado por sus espléndidos muslos, celaban a duras penas sus bragas, negras, sencillas, tan endiabladamente naturales que dejaban incluso al descubierto los vellos de ambos lados y permitían oler un perfume a real hembra que, poco a poco, amenazaba con desmayarme.    
Preso, pues de furor y enfebrecido por la turgencia de aquellos muslos, la tomé por las nalgas y, elevándolas como un astro de carne sabrosísima, comencé a bajarle el estorbo, mientras mis dientes iban mordisqueándola y el índice derecho comprobaba en el pórtico de la gloria los efectos devastadores de aquella borrasca interna que estaba provocándole.      

Respiré hondamente y le agarré. Hubiera pronunciado que le tomé tan firme que mi boca comenzó a ensalivarse, Al punto, se inclinó suavemente y yo me dejé hacer. Palpitaba su sexo como en un huracán frunce su ceño el viento. Yo estaba mojada, como lluvia real y la mesa era el suelo que, al instante, se fue reblandeciendo. Me sentí palpitar el corazón, alocado y febril, entre las piernas.  

Latía, ciertamente, mi sexo en sus entrañas…    

Yo le había abierto ya la puerta y él empujaba adentro, tal si tuviese miedo a las paredes que mi flujo, espeso, iba encendiendo a su paso. Noté cómo crecía en mi interior, cómo estallaba casi, era un hierro capaz de desgarrarme. Lo agarré por el pecho y fui mordisqueando sus hombros. Dentro de mí, y entre la oscuridad del vello, fue emergiendo una baba…       

Mientras iba, de atrás adelante, embistiéndole, mis manos recorrían sus espléndidas piernas, pellizcando con sádica delectación las carnosas eminencias de las zonas internas. Con los labios cerrados, apretados incluso, emitía rugidos de placer, que a mí me producían una abundante destilación de humores. Arremetí con fuerza hasta hacerla gritar levemente y, arañándole los glúteos, flexioné sobre el vientre sus piernas, de modo que quedaban al aire los pies, todavía cubiertos por las medias, enrolladas en desorden en torno a los tobillos. Me excitaban aquellos pies. Quise verlos, olerlos, tocarlos, mordisquearlos y, poseído de un extraño e irrefrenable furor, mis dientes extrajeron aquellos obstáculos. Mi lengua recorrió sus adorables plantas y mis pulgares hendieron su piel, entre gemidos entrecortados y tibios escalofríos. Su vagina, acortada por la postura, no oponía resistencia a mi empuje y la punta del glande chocaba fieramente contra el último confín de su coño, amenazando con inundarlo.      

Miraba como un loco. Noté que sus dos piernas, casi hieráticas, jugaban con sus músculos abductores. Sentía en mi interior ese enorme animal descabezando el deseo, lo había visto antes en sus manos. Podía describirlo en su ir y venir, remojando la piel que, ya húmeda, volvía más suave la embestida. Estaba rojo, como encendido, medio sudado, apelmazado a mí. No quedaba espacio, le oía respirar casi en mi boca y emanaba un olor como de fiera.      

Se acercaba el orgasmo. Sentía en mis esfínteres un aguijón de fuego y las compuertas del silo comenzaron a abrirse. Pero aún no deseaba vaciarme en su interior. Quería prolongar esos momentos y, antes de haberlo pensado, le extraje mi pene y salí. Ella gimió, como decepcionada, y yo apagué su queja cayendo sobre el sexo enrojecido e hiriéndolo de muerte con la lengua. . Una vez y otra vez, lo que el labio oprimía recibía el lametón que, gradualmente, se iba convirtiendo en chupadura y aspiraba sus mieles, mientras las gruesas valvas temblaban de placer hasta el paroxismo.       

Le imaginé con otra. Él me había contado muchas secuencias de antiguos avatares. Ella estaba desnuda, al calor de una chimenea que crujía exhalando briznas de fuego. Él, con el pene en la mano, recorría su espalda. Ella entonces dejaba que sus dedos se le hincasen entre las ingles y gemía. Todo era silencio, menos ese chasquido de los cuerpos y sucedió algo insólito: me desplacé también hacia otros lugares. Nunca había hecho el amor con él. Veía un río, que enfriaba mis pies mientras un hombre palpaba mis senos y mordía suavemente mis labios inferiores.      

Que gozaba era más que evidente. Verla así, jadeante, moviendo todo el cuerpo, sudorosa y enajenada, se me hacía del todo insoportable y empecé a pellizcarla. Saltando sobre ella, la volví a penetrar. Sin embargo, teniéndola en aquella posición, tan sugerente, también el agujero de su culo avanzaba hacia el exterior y mis dedos traviesos, recogiendo una vela de flujo, comenzaron a juguetear en los aledaños del antro prohibido, en una maniobra cuyos efectos no tardaron en evidenciarse. Movía todo el culo, como pidiendo a gritos un taladro, e introduje mi dedo, como una broca, hendiendo y girando hasta hacerla gritar.      

Eso no tenía nombre. Otra vez me sentí como en tiempos antiguos. Se diría que fuese una muchacha virgen en unos arenales donde el primer amor se acercaba a mis zonas nunca abiertas. Su dedo era un alfanje de lujuria. Deseaba apretarlo hasta hacerme sangrar. Le pedí que metiera otros dos dedos.      

Su fantasía se me antojó imposible, desde luego, amén de un desperdicio, pues qué carajo –me preguntaba- hacían allí mis dedos, que ni sienten ni consienten en excediendo el precalentamiento. Así que aproveché uno de los vaivenes de su vulva para sacar mi sexo y, bien lubricado como se hallaba, descender hasta el piso inferior y entrar allí a degüello.       

Al principio, dolía. Era como si un vidrio me rasgara. Pero al poco, y mojado como iba, entraba holgadamente y bombeaba con fuerza mis entrañas. Me sentía morir. Mis manos, locamente, recorrían su espalda. Mordía su barbilla y, con voz entrecortada, le instaba a penetrar más y más hondo.       

Recordaba, en mis años de estudiante, las lecturas de Sade. Siempre me había llamado la atención el interés de aquel hombre por el altar de Sodoma y me excitaba sobremanera un placer que, maldito, tuve por imposible, y su ardor era en mí insatisfecho. Así, pues, exclamé: ¡Ah, qué angostura y calidez!, como una jaculatoria, mientras el tronco, enfundado en una tórrida nube, subía y bajaba, y mis manos llenaban de arañazos felinos la piel blanca y suave de Leonor.       

No se había quitado las gafas y en el ancho bigote quedaban las estelas de un anterior naufragio por mi sexo. Su corazón parecía estallar y sus manos se deslizaban ávidas por mi vientre. Lo miré unos instantes y le dije: ¿quieres que te la tome con la boca?      

Sí –le dije en voz queda-, chúpamela. Y sin más protocolo ni licencias, dando ya por sabida la respuesta, desenculé mi arma y, sentando a mi amante en una silla contigua, dejé que su boca absorbiera mi pene, que, al sentir la humedad de aquella nueva gruta, se hinchó y lloró de júbilo un río de espeso semen.    

© Jacobo Fabiani    
   & Ruth Cañizares, 2011.-