UN ENCUENTRO INUSUAL



Inés era especial, ya lo creo. No porque fuese guapa ni fea ni tuviera un gran cuerpo o todo lo contrario. Quiero decir que, a sus cincuenta y tantos, conservaba una interesante figura y un rostro que, enigmático, confería al conjunto un enorme atractivo, a lo cual el cabello, una melena de azabache cosmético, que se desparramaba sobre los hombros con rebuscado descuido, contribuía. En fin, que estaba buena, tan buena que su edad, lejos de provocar aprensión o rechazo, invitaba a adentrarse en los misterios, sin duda gozosos, de su veteranía.
La encontré una mañana, sentada en un café, dando cuenta de un amaretto y fumando con tal profusión que parecía, envuelta por el humo, una meiga chuchona, a punto de lanzar un maleficio.
Quiso mi buena suerte –pues también la fortuna escribe recto con renglones torcidos- que todos los veladores se hallaran ocupados, y yo, torciendo el gesto, mirase ansiosamente a mi alrededor, buscando una mesa. Entonces me encontré con los ojos de Inés.
-Busca mesa, ¿verdad? Hay mucha gente...
Le contesté que sí, que la lluvia era, a veces, un solemne coñazo, y ella, sin más, me indicó con la mano que me sentara: Por favor..., susurró, acompañando la frase con una turbadora sonrisa. En fin, nos presentamos, pedí un café con leche y pasamos el tiempo charlando de esto y aquello hasta que, columbrando que la conversación no iba a dar más de sí, disparó la andanada:
-¿Le gusta la fabada? ¿Disfruta con el buen vino? ¿Le importaría acompañarme a casa y compartir conmigo el almuerzo?
No pude resistirme –o no supe ni quise- y acepté, de manera que, media hora más tarde, tras un corto trayecto bajo el paraguas, estaba arrellanado en un sillón, mientras ella ordenaba el espacio y hacía preparativos.
Así anduvo, de acá para allá, durante un buen rato, hasta que, al apagar la colilla de mi Player Navicut, una extraña sensación de vacío se desplomó en la atmósfera de aquella habitación y su ausencia se hizo notar. Sin embargo, cuando empezó a asaltarme la inquietud, escuché unas pisadas en el pasillo. Sí, era ella. Apareció vestida con un albornoz y sujetaba su cabello húmedo con una felpa, también azul, haciendo juego con las chinelas. Para despejar dudas, la obertura inferior de la prenda y la amplitud del escote denotaban que nada había debajo sino la piel desnuda.
-Acabo de ducharme –dijo-. El agua está riquísima. Le sugiero que haga lo mismo. He dispuesto otro albornoz, por si quiere ponerse cómodo. Con toda confianza. Solamente vamos a estar los dos.
Situación tan inusual era por sí un indicio de la intención de Inés, su forma de pedirme una tarde de goce refinado e intenso, envuelto en la elegancia que se me suponía y a la cual ella misma intentaba contribuir, creando ambientes propicios y un escenario en consonancia con su deseo. ¿Cómo explicar si no que hubiese preparado otro albornoz y un par de zapatillas, al lado de la bañera? Así que me duché, intrigado por estos pensamientos que, acaso sin pretenderlo, me estaban provocando una intensa erección.
El almuerzo transcurrió como yo esperaba. Sentada frente a mí, se había abierto discretamente el escote, sólo lo necesario para mostrarme la sabrosa caída de sus pechos y cerciorarse de que los veía, en tanto analizaba mis reacciones con la matemática precisión de una computadora. Se lo puse muy fácil, pues la miraba con total descaro y hubo un momento en que, al bajarle una gota de vino por el busto, me apresuré a secársela y ella, convencida de que las cosas rodaban a su gusto, siguió desinhibiéndose, mientras el albornoz se abría cada vez más y la enorme areola de los pechos me dejaba adivinar dos pezones magníficos que, de buena gana, le hubiese succionado en aquel mismo instante. Pero opté por jugar y me contuve.
Referiré, no obstante, que la fabada estaba deliciosa, a la altura del Vega Sicilia con que mi refinada anfitriona me agasajaba continuamente, solícita a llenarme la copa cuando estaba vacía y haciendo con la propia otro tanto. Comimos y bebimos en razonable exceso. Mi veterana amiga sabía que el sopor y lasitud subsiguientes a una comida excelsa eran, sin duda alguna, la mejor antesala del sexo, segura de lo cual fue aliviando su compostura y aligerando, cada vez más, la clausura del albornoz.
Cuando sirvió el café y se sentó a mi lado, dejó que sus dos muslos mostraran sus poderes.
-Ven –me dijo, con voz trémula-, pongámonos cómodos. Siéntate en el sofá, voy a poner un brandy, ¿te apetece?
Y le dije que sí, a ver si sus efluvios aflojaban un poco mi erección, pues me dolía la polla y empezaba a sentir una incómoda urgencia. Que le hablara de tú, me pedía, sentada ya a mi lado con las piernas cruzadas y descalza, mientras saboreaba la bebida y pasaba la lengua sobre el labio inferior con lascivia evidente. Entonces, apurando mi copa de un trago, me recosté y, abierto mi albornoz, se irguió el pene, enrojecido por la excitación.
-Uy, pobrecito mío –exclamó, mientras lo agarraba-. Esto es lo que se dice todo un estado de necesidad. Tendremos que aliviarlo.
Lo tomó, como un cetro, y se quedó mirándolo, no sé, treinta segundos. Luego, manteniendo la mano izquierda en la empuñadura, subió con suavidad la derecha por aquel tronco y, a la altura del glande, rodeando a éste con el índice y el pulgar, movió de arriba a abajo la piel hasta que, excitado como me encontraba, segregó grandes hebras de flujo y ella, encendida como se encontraba, pasó la lengua en torno y fue aumentando el ritmo de la succión. Finalmente, introdujo la verga en su boca y comenzó a chuparla de arriba a abajo, mientras su mano libre presionaba mis testículos, colocándome al borde del desmayo.
No ocurrió tal porque, temiendo precipitarme, extraje el miembro y la invité a tenderse. Una vez recostada en el sofá, le abrí las piernas y, dobladas por las rodillas, las flexioné hacia arriba, de manera que el coño quedase en primer plano, lo cual me permitió un buen rato de maliciosos juegos. Primero, con el índice, recorrí lentamente los labios mayores y, cuando percibí la eficacia de mis caricias, pasé a los interiores, cuidando que rozaran el clítoris sin llegar a tocarlo directamente, lo cual produjo a Inés una ansiedad deliciosa, a juzgar por sus secreciones, que yo aproveché para lubricarle el ano e introducirle sin dificultad el más largo de mis dedos, en tanto acariciaba con el pulgar la entrada de la vagina.
Inés se revolvía como posesa y yo porfiaba en mis tocamientos, obligándola con el brazo contrario a mantener tan lúbrica posición. Cuando estimé llegada la ocasión y ella gritaba sin pudor alguno, aproxime mis labios a su coño y, sin dejar de acariciarla, comencé a devorárselo con fruición.
Había que ver sus muslos, separados, y la leve, incitante prominencia del vientre; o los glúteos que, de vez en cuando, mordía complacido. Y ella iba y venía, en todas direcciones, venteando ya el éxtasis y perdida del todo su aristocrática compostura.
-Ay, cabrón, ¡a qué esperas para dejar tus manos y reventarme el chocho con la polla! ¡Venga, métemela! ¿No ves que estoy muriéndome de gusto?
-Eso haré –repuse, restregándosela por el filo de la hendidura-, pero antes tendrás que confesarme que no eres más que una puta...
-Una puta –me interrumpió-, una puta, la más zorra y caliente que habrás visto jamás; pero fóllame, fóllame de una vez y ahógame con tu leche.
En ese momento, la penetré y comencé a moverme con dureza, mientras ella jadeaba, cada vez con mayor intensidad, y yo, sin dejar de embestirle, estrujaba sus senos y mordía con saña sus enormes pezones, a punto de verterme en sus entrañas.
-Córrete, de una vez –le grité-, o cambiaré mi polla por una buena azotaina.
No hizo falta. Confieso que me hubiera gustado fustigarla, pero hube de dejarlo para otra ocasión, pues Inés se corrió salvajemente y yo, aguijado por sus convulsiones, le derramé un torrente de semen.
Lo que ocurrió después, sería para contarlo. Pero, al modo de Sherezade, mejor si lo dejamos para la próxima noche...

.
© Jacobo Fabiani, 2008.-