CORRIDA NOCTURNA


Se le iba a salir por la blusa. El corazón de Valeria palpitaba con fuerza, como si, largo tiempo adormecido, un cataclismo súbito lo hubiese despertado y ahora sus golpes secos y veloces transmitiesen aliento a sus pechos y éstos a la camisa que, liviana y desabrochada hasta la mitad, parecía rajarse, dejando entre botón y botón un minúsculo tren de escotillas por donde su turgencia se asomaba.    
Bien lo sabía Beltrán, culpable al fin y al cabo de aquel terremoto y la erupción volcánica que, por todos los poros de ambos, encendía la mecha de la pasión. Apoyado en el quicio de la puerta, había interceptado el camino de la mujer, obligándola a detenerse, mientras el otro brazo, libre de las labores de contención y zarpa, descargaba los rayos de la tormenta: los dedos, desmayados, se dejaban caer por la espalda y, mientras el pulgar, deslizándose, presionaba la espina dorsal, los otros arañaban suavemente el pequeño talud sonrosado, que se abría como un abanico hasta los hombros. A ellos ascendía, luego de haber bajado a los glúteos, y allí, con ambas manos, abandonada la presa a la custodia de su propio deseo, apretaba la piel, comprobando el efecto de su boca, que succionaba la oreja o mordisqueaba el blanquísimo cuello, sin dar tregua. Así, una vez y otra, hasta que la entrepierna de Valeria se restregó furiosa con la suya, haciéndole daño.       
Beltrán blasfemó. Cuando todo cesaba, solía reparar en la costumbre, ya antigua, de mezclar expresiones de deleite y denuestos sacrílegos, sin acertar la causa de que éstos, sin estar invitados a la fiesta, se colasen en tropel, imprimiendo a la atmósfera un halo denso y electrizante, que atizaba la hoguera de los instintos, como al dictado de una extraña y perversa revelación.        
Moi, je suis le diable, ma petite Valerie, decía, y la mirada oscura de su compañera abría abismos de fuego en el blanco intensísimo de sus ojos, entregándose sin reservas a la inquietante duda que la poseía, pues a partir de entonces, y ella no lo ignoraba, los fantasmas de la imaginación acudían a materializarse, de modo que, en minutos, horas e incluso noches enteras, ella se abandonaba a lo imprevisto y él daba rienda suelta a su fantasía, inventando caricias, posturas, situaciones… La estancia, en semipenumbra, era un vasto escenario, pese a sus dimensiones, y en él se celebraban los ritos más obscenos. Voy a hacerte sufrir, le dijo otra vez y, amarrándole las manos a la espalda, tomó uno de sus senos y le acercó la lengua, lamiendo la areola despacio, muy despacio, para ir, poco a poco, conforme se aproximaba al pezón –no es preciso aclarar que erecto- aumentando la intensidad, ritmo y velocidad de la succión. Ella, sentada en la banqueta del tocador, suplicaba a Beltrán, fóllame, vida mía, visiblemente excitada, urgiéndolo con ira, al tiempo que separaba las piernas, gritándole: ¿A qué esperas, cabrón, no ves que estoy muriéndome? Y él comenzaba a masturbarse entonces y dejaba caer sobre los muslos de la muchacha un lento chorreón de flujo lubricante, que provocaba en ella convulsiones y escalofríos. Voy a matarte, puta, susurraba en su oído, al tiempo que su mano le hurgaba la vulva, totalmente mojada. Eso, mátame ya, le exigía, pero él, volviendo a la carga, le mordía el pezón, graduando de nuevo la intensidad del suplicio, hasta arrancarle el grito y dejarla, jadeante y desatada, en la molicie del butacón vecino.         
Volvía a blasfemar y ella le reprochaba su ligereza. La culpa es tuya, zorra, y voy a castigarte. Valeria, adivinándole el pensamiento, se encaminaba al lecho y, a cuatro patas, le ofrecía el trasero y él, con un cinturón, flagelaba sin piedad aquel culo que, a cada golpe, se movía deliciosamente, surcado por intensos regueros de rubor, y la tralla llovía sobre su carne hasta que, al borde del paroxismo, Beltrán la penetraba en aquella misma postura y ella, revolviéndose, se metía en la boca el miembro chorreante, limpiando con su lengua los zumos de la batalla. Luego, los dos, rendidos, se dejaban caer sobre las sábanas y, uno tras otro, apuraban el humo de un paquete de cigarrillos, que iba, finalmente, arrugado y escuálido, al cristal de la mesita de noche, cuando la calle, tras el balcón, había apagado ya sus últimos ruidos. Se dejaban mecer por el silencio, navegando por el sopor que flotaba en la estancia. A veces, una mano, no importa de quien fuese, recorría el otro cuerpo y de nuevo los pelos se erguían sobre la piel y se encendía en los ojos nuevamente el deseo. Voy a hacer que te corras en mi boca, exclamó a aquellas horas Valeria y descendió hasta el mástil que la esperaba con las velas hinchadas. Posó entonces los labios en la punta y lamió con fruición, para ir abriéndolos despacio y engullir de este modo todo el miembro, que quedó sepultado en su boca.      
Beltrán movía, furioso, las caderas y el pene abandonaba la caverna para volver a hundirse hasta la garganta de la mujer, que yacía en escorzo, permitiendo a su compañero recrearse en la panorámica de su vientre y las piernas espléndidas donde, como un molusco hambriento, se le agitaba el sexo, y él le introducía el índice y le frotaba el clítoris con el pulgar, hasta provocarle un orgasmo que ella acompañaba de gemidos entrecortados. Fuera de sí, sus dedos arañaban el culo de su amante y hurgaban en los accesos de aquel templo sombrío que, así tratado, no tardaba en abrir, aunque por otro cauce, regueros de lava, hasta desembocar en la boca de Valeria. Trágatela, trágatela toda, musitaba Beltrán.      
Cuando sonó el reloj, horas más tarde, una mano sedosa lo interrumpió. Nos hemos ganado un buen día de asueto, ¿no crees? Y nadie respondió. El ruido de la calle acallaba el chirrido del lecho.      

© Jacobo Fabiani, 2011.-