HABITACIÓN "MÉNAGE À TROIS"



El jadeo etílico que exhalaban las sábanas se blandía como un serrín de ginebra sobre los tres cuerpos anónimos. Allí una sola cama la peinaban seis piernas y seis brazos embolados en una corrida picasiana, el arranque de toda extremidad dirigido a follarse la última palabra, el último suspiro... Un enérgico juego de piel para dos féminas y un hombre: tres para uno o uno para ambas, o todos para todos. Y como lámpara recién frotada, el tallo firme de su verga concedía cien deseos. Las rodillas de una chica inmovilizaban las muñecas de otra joven, y en su entrepierna un misterio de carne y de saliva rezumaba por la boca de la que permanecía bajo ella, con la cabeza entre sus ingles, jalando de aquél pastel róseo insaciable, recitando la exprimida voluntad de un sumidero lubricado. _ ¡Follad!_ musitaba el hombre justo antes de embestir, de improviso, a la mujer de la boca llena. La acometida desveló entre las piernas un hipódromo de charcos entre brasas. Una y otra vez espoleaba el semental su porción de carne en la oquedad de una comarca rasurada. Una y otra vez, de treinta a cuarenta embestidas por minuto... mientras que la otra resbalaba sus dedos por el clítoris de aquélla, cuya lengua a cambio aún mantenía en su sexo rimando el éxtasis, una oratoria lésbica de movimientos circundantes, el ciclismo lingual previo a toda convulsión, un diálogo diáfano sin viejos formulismos... una bárbara corrida en el faldón del paladar que dejaba tras de sí un lienzo de brillo en su barbilla. Un hombre y dos mujeres, tres criaturas reinventándose de goce y un baile fluvial navegándoles el sexo, eso marcaba el ritmo o el desorden. Y ellas seguían regalándose pezones como puños, raciones de un sueño lactífero que excitaba la yema del pulgar sobre unos senos lamidos por la gula. También sus pechos arrastraban voluntad de fornicar, poetizados por la erógena borrasca de un reguero de saliva. Y él tomó los senos de aquella fémina que mascullaba, aún erguida sobre el rostro de la otra, un silábico chorreo de lujuria, los tomó tan fuertemente que un calambre de dolor-placer le faenó en el centro del pubis y volvió a pasarle, sucedió. Otra vez. Y así continuaron hasta que el tiempo consumió el semen de la única vela encendida.      


© Julie de Montparnasse, 2011