UNA NOCHE CUALQUIERA



Acababa de cumplir los dieciocho, sí señor, una perita en dulce; tanto, que si llego a encontrármelo dos o tres noches antes, no sé, no sé qué hubiera hecho ni qué hubiese podido ocurrir, figúrese, pues lo mismo le da por denunciarme y, menor todavía, se las ingenia para chantajearme y me saca el dinero. Estos muchachos son muy peligrosos y tienen más recámara que nosotros, lo que yo le diga; que nos pierde la necesidad y nos ciega, ya sabe, un cuerpecito fresco, nuevo o casi, con una buena polla y ninguna vergüenza para darse el capricho.
Sí señor, dieciocho; y ya andaba a la greña por los bares de ambiente, dejándose caer. A mí me tocó y yo, contento, me dejé engatusar por su sonrisa y esa mirada como perversa, que le encendía las carnes y le proporcionaba su atractivo irresistible. Pues sí, por mis muertos, estaba buenísimo y a mí me entró una cosa por el cuerpo, que por poco me muero tan pronto lo vi.
Tomamos unas copas y, cuando todo estaba vendido en el local, ninguno de los dos parecía resuelto a darlo todo por terminado, largarse a su casa y quitarse la calentura con agua fría o montárselo a mano, así que yo me armé de valor y, sin preámbulos, le propuse que se viniera conmigo a seguir en mi apartamento, trasegando unos güisquicitos más lo que se encartara. Y él, sereno que estaba, seguro de su fuerza y convencido de mi debilidad, me dijo que sí, tío, que vámonos donde quieras; y así comenzó todo.
A mí me gusta el rollo sin más complicaciones. Si te mola el chaval y te quedas colgado, mal asunto. Uno va a lo que va y, al cabo de los años, sólo es lo que es: un bujarrón, ya sabe, y esa fama ya nadie te la quita ni falta que te hace; las cosas, claras, y eso yo se lo dije al muchachote durante el recorrido en automóvil, mientras veía cómo su mirada se iba haciendo de hielo y una sonrisa, leve y maligna, se dibujaba apenas en su rostro.
Subimos la escalera, abrí la cerradura y nos encaminamos hacia el salón. Le dije: oye, ¿qué te parece si nos ponemos cómodos? Y le ofrecí un albornoz para que se diera una ducha, mientras yo hacía lo mismo en el pequeño cuarto de baño del dormitorio. Cuando salimos, limpios, perfumados, sólo la suave felpa de aquella prenda cubría nuestros cuerpos.
Él no albergaba dudas sobre a qué se exponía mostrándose así y yo estaba seguro, a esas alturas, de que, al precio que fuera, la noche iba ser larga y divertida. Me arrellané a su lado en el sofá, eché un trago, que bien lo necesitaba, y, tirando del cinturón, le abrí el batín, hasta que sus tesoros quedaron al descubierto y yo, que estaba ciego, casi me trago su virilidad, con el ansia que tenía de mamar esa polla increíble, a punto de estallar en mi garganta.
Entonces sucedió lo inesperado: en un súbito arranque de violencia, me retiró su miembro de la boca y, empujándome bruscamente, quedé con el trasero a su merced. Él, aprovechando mi turbación, me separó las piernas, apartó con sus dedos mis glúteos y me introdujo el pene sin ninguna delicadeza, desgarrando como un ariete cuanto hallara a su paso.
Sentí un dolor intenso y me invadió una extraña sensación de frío al reparar en el reguero caliente de sangre, que, rodando por mis muslos, vino a caer en la tapicería. Creí, por un momento, que iba a desmayarme, pero me sobrepuse. Cuando logré controlar la respiración, mi verdugo me había penetrado y se movía en mi vientre con una rara mezcla de vigor y dulzura, acompasando el ritmo de su pelvis con terribles pellizcos en los cuartos traseros, clavándome las uñas sin piedad. Poco a poco, la situación se hizo soportable y de ahí fue subiendo a placentera: la punta de su sexo presionaba esa zona que, en el nuestro, regula las funciones naturales, de manera que, confundidas y entreveradas, unas veces pensé que me corría y otras que me orinaba, en una sensación voluptuosa a la que me rendí. En el paroxismo de mi deleite, noté cómo la mano del muchacho, agarrándome el pene, empezó a menearlo con rudeza, hasta que eyaculé. Él, percibiendo mis convulsiones allí donde su hombría se encontraba alojada, me quemó las entrañas con un río de lava y, exhausto al fin, salió de su hospedaje y rodó junto a mí.
Le pregunté su nombre. Patroclo, respondió. Lo miré, entre indignado y socarrón, reprochándole la mentira. Qué más te da –me dijo-, querías una polla y has tenido en el culo la mejor, ¿no era eso lo que buscabas? Asintiendo con la cabeza, le interpelé: ¿Y tú, qué buscas tú?
Vomitando desprecio por los ojos, se levantó y, dispuesto a ofrecerme la apoteosis del espectáculo, se vistió lentamente, dosificando su procacidad, hasta que un frío intenso se me metió en el alma. Sí, señor comisario, no sé qué ocurriría. Cuando me desperté, el viento flameaba las cortinas y la lluvia mojaba el alféizar de las ventanas. Todo se hallaba en aparente orden, pero nunca encontré la cartera. Tenía algún dinero, las tarjetas de crédito, papeles y esas cosas. Ya ve, fui un estúpido. Desolado, hice sonar un disco. Y quién no da la vida por un sueño
.
© Jacobo Fabiani, 2007.-