LA MIRADA DEL ESTABLO



Sucedió en el establo hace ya mucho tiempo…
Escuché los quejidos del portalón de roble que conducía a la cuadra donde se aposentaba un precioso alazán.
Desde mi ventana, vi a una mujer de cielo; era la hija del capataz, con sus rizos dorados, meciéndose en la noche, entrando silente y presurosa en dicha estancia. Con gran curiosidad y con mucho cuidado para no hacer ruido, corrí hacia el establo, lo rodeé sigilosamente, recordaba haber descubierto días atrás que en la parte trasera había una agujero en la vieja madera. Desde este observatorio pude contemplar las caricias lentas y mimosas que aquellas tiernas manos donaban al corcel.
De pronto, el mirador se me hizo diminuto al ver como una de sus manos rozaba los grandes genitales del pasivo animal. Pasivo hasta ese momento porque, a partir de entonces, su agigantado miembro se elevó cual gran pértiga de carne palpitante.
Ella entró en una especie de trance, se arrancó el vestido arrojándolo lejos e iluminando mis ojos con su esplendoroso y rosado cuerpo. Noté una gran agitación que me provocó espasmos y sudores. La desnuda posesa, en plena lujuria, estaba masturbando al equino; sus manos, locas, subían y bajaban sin pausa por aquel mástil, su boca lo devoraba, sus pezones lo rozaban, su sexo chorreante lo engullía…
En esos momentos, en pleno frenesí humano y animal, sentí un gran fuego viscoso que se me derramaba por mi mano derecha. Sin darme cuenta había tenido la mayor corrida que recordara.
Sorprendido, salté hacia atrás, pisando sin darme cuenta una rama seca. Acercándome, oteé nuevamente, viendo cómo caballo y doncella habían acompasado mi brutal orgasmo con los suyos, no menos inmensos.
Seguí mirando cómo se ponía su vestidito, mas en el momento en que bajaba los volantes del mismo se volvió y dirigió su mirada hacia mi otero, acompañándola de una pícara sonrisa. Se me encogieron hasta las estrellas de aquel limpio cielo. ¿Sabría realmente que yo estaba allí?
Como aquella noche, en aquel verano acudí otras muchas más y, siempre al final, aquella aparentemente cándida y débil muchacha, dirigía la misma mirada y pícara sonrisa hacia donde me encontraba. Nunca salí de la duda de si era consciente de mi presencia.
Esta madrugada estoy, una vez más, recordando como empezó todo, con mis quince primaveras, en la vieja hacienda. Y lo hago apostado en el alféizar de la ventana de mi dormitorio, desnudo y con los prismáticos en la mano... Quizás tenga suerte y, tras los cristales de aquella ventana, donde acaba de encenderse la luz, vea unos rizos dorados en descuidada y ferviente pasión….
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© Darío Fox, 2007.-