ERA EL VERANO DEL 62



Y fue en aquellos días que conocí a Marcela. Recuerdo que el verano, recién inaugurado, esparcía perfumes incitantes por todos los rincones de la ciudad y, estrenadas también, las vacaciones eran un refugio, a la sombra de todo: las clases, la mirada del padre superior, las riñas maternales y el miedo; sobre todo, ese miedo indefinido que se escondía en las jaculatorias, el rezo del rosario familiar, las miradas biliosas de los adultos y, yo qué sé, el ambiente, ese clima cargado como de muertos, de pesada electricidad, de condenas implícitas. Del pecado también nos escapábamos la pandilla de cinco zagalotes que, a media mañana, coincidíamos en la Alameda y allí, bajo la fronda de los árboles, fumábamos algunos cigarrillos y hablábamos de chicas.
Ah, las chicas. Nuestro pequeño mundo giraba alrededor de estas criaturas, intentando descifrar su misterio y, en mediando la suerte, zambullirnos en él, sin salvavidas, dispuestos a morir por unos ojos, unos labios carnosos, unos pechos izados y durísimos, un par de muslos donde naufragar. El drama, sin embargo, consistía en saber cómo hacerlo, desbrozando una selva de teorías que sólo nos llevaban a la duda.
Intentando cambiarlas por certezas, buceábamos en lo ajeno y leíamos, uno tras otro, esos libros secretos y prohibidos, que el padre de Manolo custodiaba en su biblioteca. Aquello sí era vida, coño santísimo, y qué maravillosa tanta depravación. Así, ante nuestros ojos, aunque nada veíamos, sino el propio espejismo de nuestras frustraciones, desfilaron las excitantes escenas de Sade, las aventuras de Fanny Hill y otras lindezas del género, que fueron encendiéndonos la mecha del deseo y un ansia urgente, casi desesperada, de llevar lo aprendido a la práctica.
Muchas tardes, cuando el sol se había puesto y una ligera brisa mitigaba el calor sofocante, subíamos a la buhardilla y allí, libro en mano, siguiendo un turno previamente establecido, el lector, en voz alta, daba vida a los párrafos candentes y el resto de la tropilla se masturbaba, y qué pajas aquellas, viendo como en directo las escenas morbosas desfilar ante nuestra imaginación. Soñaba con frecuencia en los actos de tribonismo y veía a mi amigo merendándole el coño a Margarita, el bombón de la clase, mientras ella, sin dejar de mover las caderas, me chupaba la polla hasta que, al fin, estremeciéndose como loca, empezaba a gemir y yo le derramaba un torrente de esperma. Luego, mi amigo y yo permutábamos nuestros puestos y seguíamos fornicando hasta que la aurora encendía las luces de mi cuarto y, apremiado por la excitación, me masturbaba, para dormir después hasta las nueve.
Pasaron de este modo muchos días, semanas tal vez, alternando mis placeres elementales con largas caminatas por la Alameda, un par de cigarrillos a escondidas y, en habiendo dinero, unas cervezas, hablando de mujeres o de literatura y recitando versos obscenos. Y fue entonces que conocí a Marcela, una tarde de agosto, cuando el fuego de la canícula encrespaba las ondas del deseo y la tierra, los árboles, los bancos, parecían a punto de derretirse. Entonces, sí, surgió ella, como recién nacida de un Romero de Torres, con sus hombros morenos a la intemperie y una falda de vuelo, almidonada, que predecía el baile de sus muslos, capiteles carnales de dos piernas fornidas, bien formadas, que al punto me llamaron la atención.
Qué iba a hacer, si la sangre, caliente como el aire, se me había subido a la cabeza y, en mi entrepierna, el falo amenazaba con una revolución. Despedí a mis amigos, atusé mis cabellos, sacudí con las manos mi ropa, tratando de quitarle las arrugas, y, en menos que se tarda en relatarlo, di alcance a la muchacha. Turbado como estaba, yo no sé todavía qué le dije, pero me veo hablándole deprisa, mientras ella me escucha sonriente y las amigas me miran con ojos de espanto. Y es que acaso ignoraba, porque uno es siempre el último en saberlo, cierta mala familla que circulaba sobre mi persona, a cuenta de mis públicos vicios, nulas virtudes y pésimas notas.
Marcela, para mí, fue una tabla de salvación. Educada en el extranjero, carecía de los prejuicios estúpidos de las chicas de aquí, hijas por lo común de mamá frígida e inhibidas por las diatribas contra el mundo y la carne con que las monjas las atosigaban. No me extraña por ello que, al verla tan resuelta, sin que ningún recato ensombreciese su adorable espontaneidad, optaran por cobarde retirada, abandonándola a merced del sátiro. Ahora, cuando recuerdo los momentos más gratos de nuestro devaneo, pienso que fue una pena no incluirlas en tales pasatiempos. Qué le vamos a hacer: la vida de provincias no dejaba un resquicio a la alegría y, vestida de negro, nos lanzaba a la sima del hastío, el santo matrimonio y el burdel como alternativa.
Marcela, para mí, fue como una ecuación que te estalla de pronto en un examen y esparces su metralla sobre el papel timbrado y apruebas con notable y te ves al abrigo de la chavalería, dándote de palmadas, qué bien, tío, eres el único que aprobó; y te sientes ufano, renacido, elevado a la altura del Olimpo, y se te cae la baba y el mundo te parece chico como un gusano y ya nada te importa sino eso. Marcela. Su cabello suave y negrísimo, sus pechos como frutas soliviantadas, el veneno de su cintura.
Una noche, tras obtener licencia de sus padres, dimos con nuestros huesos en uno de esos cines improvisados que, a socaire de las altas temperaturas, plantaban su pantalla en la plaza de toros y allí, sobre la arena incandescente, que el viento removía en remolinos ásperos, la gente colocaba las miserables sillas de enea y, desplegando una batería de melones, bocatas de sardinas malolientes, vino barato y pipas de girasol, se aprestaban a soportar los tres bodrios de la sesión continua, por huir del insomnio y la calina.
Marcela, sin embargo, se dejó conducir hasta un próximo burladero y perderse conmigo entre los escollos del callejón, hasta que, finalmente, mientras el tiroteo se adueñaba de la pantalla, recalamos en uno de los palcos. Lo demás ya se sabe. Yo rodeé sus hombros con mi brazo. Ella posó en el mío la cabeza. Yo la besé en los labios. Ella aceptó mi beso. Yo puse en su rodilla más próxima mi mano. Ella franqueó sus piernas. Yo ascendí por sus muslos. Ella posó sus dedos en mi bragueta. Yo le acaricié el coño. Ella me dijo, vamos, déjate ya de juegos y hagamos las cosas en serio. Y, tras buscar refugio en las desiertas galerías del coso, nos entregamos a la lujuria.
Marcela no era virgen ni falta que le hacía. Yo, a pesar de la fama que me diera algún cura de la localidad, no había follado nunca. Había manoseado a varias chicas, eso sí, e incluso una de ellas me transportó al orgasmo con su boca, después de menearme la polla enfebrecida. Eso y la fantasía, producto de los libros del padre de Manolo y las imágenes pornográficas que se había traído de Brasil. Pero follar, nunca. Así que no me choca me pusiera a temblar, con una mezcla de emoción y miedo, cuando ella empezó a desnudarse. El corazón, palpitándome, se me iba a salir por los ojos y el sudor me quemaba al rodar sobre el pecho. Cayó, en fin, el vestido a sus pies y vi la aparición de una figura hermosa, aún envuelta en los mínimos atavíos que cobijaban su intimidad: Ven, a qué esperas, tonto –me susurró, con voz ronca-; anda, quítame esto, que me estorba. Y, apretándola contra mí, desabroché el sostén que, poco a poco, fui deslizando por su piel suavísima, lamiéndole los hombros y los brazos, hasta que, liberada de la prenda, pude chupar sus senos, morderle los pezones y bajar al ombligo, percibiendo el aroma de su sexo, ya próximo, y la humedad que, lenta y deliciosa, le impregnaba las bragas.
El pene iba a estallarme, sumergido en un magma templado y pegajoso, a punto de arrojar su metralla al vacío. No obstante, me contuve y bajé muy despacio aquel último velo, entrándole en el culo con la izquierda y acariciando con mi mano derecha la zona interior de los muslos, en tierra de nadie, mientras nariz y boca, empapándose de los jugos de su fogosidad, presionaban el coño de Marcela, que respiraba con agitación y suspiraba exquisitamente. Fóllame, déjate de mariconadas y fóllame –repetía con calurosa insistencia-. Yo ignoraba sus ruegos, dispuesto a que el orgasmo culminase esos juegos preliminares, no fuera sucediese que, inexperto, me anticipase intempestivamente, interrumpiendo el curso de los hechos. Así que, de un tirón, bajé las bragas hasta sus rodillas y, descubierto el sexo, busqué el clítoris con la lengua y succioné sin tregua, mordisqueando con mis labios superiores los suyos de las antípodas y así, gritando, jadeando, aullando, se corrió.
Esa fue la señal y emprendí un nuevo ataque. Marcela, más calmada, devoró suavemente mis tetillas y, al sacarme la polla y sentir que sus manos se mojaban, me dijo: Hay que aliviarlo. Acto seguido, se apoyó con los codos en un saliente, junto a una escalera y, flexionando el cuerpo, me ofreció sus accesos. Cuando le vi las nalgas, abultadas y respingonas, las pellizqué con fuerza, las abrí y distraje mi índice en la gruta prohibida, a la vez que la mano contraria volvía a explorarle el coño, que pronto dio cosecha de sus mejores caldos. Y qué peludo era. Las hebras de su pubis, recias aunque suaves, se espesaban en un abundante mechón encima de la raja. Ni un instante dejé de acariciarla, hasta que, al presentir su calentura y no pudiendo prolongar la propia, enterré en su vagina las primicias de mi virilidad.
- Ay, que tiempos, Manolo, ¿te acuerdas de Marcela?
- Fuisteis novios o así, no más de un mes. Por cierto, ¿has vuelto a verla?
- Nunca.
- ¿Y no piensas en ella alguna vez?
- Casi siempre. Fue un sueño. Como la juventud.
- Buenos tiempos aquellos.
- Era el verano del 62.
.
© Jacobo Fabiani, 2007.-