UNA COPA DE AMARETTO



Declinaba la tarde cuando, urgido por la parroquia y la luz natural, que declinaba, Paco encendió las lámparas, acaso más endebles que el tenue resplandor de la calle. A veces, lloviznaba y una pequeña ráfaga iba a dar contra los cristales, produciendo un pequeño repiqueteo que, al sumirse en la penumbra del establecimiento, confería al ambiente una vaga sensación de sopor.
Sentado en un diván, lustrado el terciopelo por muchas décadas de servicio, Abelardo hojeaba uno de esos diarios conservadores, que no suelen faltar en los cafés decadentes, y trataba de hallar una noticia, columna de opinión, anuncio o lo que fuese, capaz de romper la monotonía. A lo lejos sonaba un acordeón, a lo lejos… Encendió un cigarrillo y abandonó el periódico sobre el mármol del velador. Entonces, llegó Marta.
La vio entrar, enfundada en un traje algo antiguo, cerrar tras sí la puerta y marcar con el golpe de los tacones el calmoso cimbreo de sus pasos, hasta que aquel sonido se apagó ante la mesa y la mujer, apenas susurrando, le dio las buenas tardes. Con un gesto y apenas un gruñido, le devolvió el saludo y la invitó a sentarse. No, no –le dijo, al ver que ella tomaba posiciones en el sofá de enfrente-, aquí, por favor, a mi lado. Y ella obedeció.
¿Qué te apetece tomar?, preguntó, e hizo señas al camarero para que se acercara. Una copa de amaretto, pidió, y al cabo de un instante tenía sobre la mesa el sabroso y helado licor. Abelardo, en voz baja, le dijo, aproximándose:
-¿Has cumplido mis indicaciones?
-Sí, he venido sin bragas ni sostén, me he puesto medias de cristal, sin ligas, y llevo una camisa abotonada… ¿algo más?
-Sí, un pequeño detalle…
-No me depilé las axilas, ¿era eso?
Lo era, desde luego, pues solía excitarle esa mata de pelo que, espesa e impregnada del olor corporal de la hembra, lo invitaba a explorar las zonas próximas y descender, a golpe de nariz, por la recia explanada de piel que, siguiendo la línea de los pectorales, conducía al pezón. Allí, el olfato cedía sus franquicias al paladar y la lengua, suave en las areolas y durísima en ambos domos, a los que golpeaba con la punta hasta ponerlos firmes y erectos, en lo cual encontraba gran deleite.
La mano de Abelardo no tardó en comprobar la certeza de las palabras de Marta y, tras desabrochar unos pocos botones, coronó la peluda concavidad que unía el brazo izquierdo al tronco de la mujer y, desplegando todos los dedos, cosquilleó la zona, pellizcó y arañó, tirando finalmente de los pelos, lo cual provocó en ella un gesto de dolor y un gemido apagado.
-Toca aquí –dijo él-.
Ella puso la mano sobre su pantalón y pudo comprobar el tremendo tamaño que había ido adquiriendo la verga. Sintió que el coño estaba destilándole un torrente de zumo pegajoso, que se iba extendiendo por los mulos y alcanzaba al propio sofá.
Instintivamente, cerró las piernas, pero la mano rauda de Abelardo ya se había abierto paso bajo las faldas y, desbrozando la húmeda maraña del pubis, daba en plena diana. Marta se estremeció y él ahondó en la caricia, frotándole el clítoris y provocando en éste nuevas y más intensas voluptuosidades. Cuando creyó que ella iba a correrse, detuvo las caricias e hizo una seña al camarero para que se acercase, mientras ordenaba a su compañera de juegos:
-Venga, súbete las faldas y arrodíllate a lo ancho del diván.
Obedeció, complaciente y complacida, quedando en la posición requerida, hurtada a la vista de los demás clientes, tanto por la penumbrosa iluminación del café como por la disposición de la mesa y el respaldo del otro sofá, de modo que tenía las nalgas al aire y la boca encima del pantalón de Abelardo que, rápidamente, extrajo su verga y la acercó a la boca de la mujer, cuya cabeza bajó agarrándola del cabello, a la vez que increpaba a Paco:
-Venga, hombre, ¿es que no tienes sangre en las venas? Vamos, no te quedes ahí, parado, ¿a qué esperas para metérsela, no ves que está caliente, como una perra en celo? Y el camarero hizo lo que se le pedía, sacándose al instante un falo enorme, que sepultó en las entrañas de aquella mujer, que la engulló con procaces meneos, a la vez que chupaba la pija de Abelardo.
Los tres, al mismo tiempo, llegaron al orgasmo. Paco, vencido y un poco avergonzado, se limpió el miembro fláccido con una servilleta de papel, que arrugó y ocultó en un bolsillo. Cuando éste se dirigió al mostrador, dijo Abelardo a Marta:
-No cambies de postura, quédate así.
Y empezó a succionarle el empapado coño, tragándose sus jugos y los restos de semen del camarero, mientras con la derecha se masturbaba.
-Dame tu copa de amaretto –le dijo a Marta-.
Ella, con una sonrisa malévola, hizo lo que se le pedía y acercó el receptáculo hasta el pene que, a punto de estallar, lo hizo con un chorro de esperma caliente. Ambos brindaron y bebieron, mientras muchos parroquianos abandonaban el bar. La lluvia había cesado. A lo lejos se oía, melancólica, la música de un viejo acordeón.

© Jacobo Fabiani, 2008.-