LA ÚLTIMA MANIOBRA



No sé, no sé, no sé... El viaje había sido largo y en su transcurso no faltaron dificultades. Hubo ocasión incluso en que él y Margarita levantaron la voz y, a punto ya las manos de lo mismo, la excitación acaso, una mezcla de rabia contenida, violencia y deseo, dio con ellos en tierra o rodaron sus cuerpos en el amasijo de sábanas y colchas que, testigo de ardores apagados, se enredaban en la cama.
No sé, no sé…, musitaba Isidro, moviendo la cabeza con ademán sombrío. Tras la última discusión, habían decidido separarse, tan pronto como llegasen a su país. Era, por tanto, la última noche y, por si alguna duda pudiera plantearse, los billetes de avión sobre la mesa iniciaban la cuenta atrás, iluminados intermitentemente por el rótulo del hotel.
No sé, no sé…, repitió Margarita con sorna, mientras se desnudaba. Su cuerpo olía a sudor y las prendas, arrojadas a una butaca, junto a la que ocupaba su compañero, entonaban la turbia sinfonía de pasados encuentros, la historia silenciosa de aquellos días.
Isidro la miró. Era hermosa. Sintiéndose mirada, se recostó, doblando la almohada y separó las piernas, dejando ver un coño perfectamente delineado, cuya voluminosa carnosidad rodeaba una mata de pelo negrísimo, que llenaba la pelvis y aun caía en minúsculos rizos, rebasando las ingles y acariciando los muslos.
Él la miró de nuevo, pero no dijo nada y ella, provocativa, no ignoraba que el rumbo de sus vidas dependía de aquellos momentos. Isidro, en cualquier caso, estaba decidido a liquidar una sociedad que, a pesar del ardor de los encuentros carnales, había dejado de funcionar, en tanto Margarita se preguntaba si, después del camino recorrido en común, no merecía la pena regalarse una segunda oportunidad. El silencio, no obstante, cada vez más espeso, disipaba sus últimas esperanzas, al mismo tiempo en que, aburrida y decepcionada, se dejó deslizar sobre el colchón.
Una vez y otra más, Isidro la miró. No dejó de mirarla, atraído por el escorzo de sus caderas y la seducción de aquel culo que, vuelta hacia el lado opuesto, exhibía como reclamo. Esperaba algún gesto, quizás una palabra, alguna forma explícita de provocación, pero ahí estaba sólo aquel culo –eso sí, turbador- y el oleaje estático de un cuerpo que se ofrece o que, por el contrario, muestra su poderío para hacer más penosa su negación.
No se atrevió a decirle, como otras veces, anda, olvídalo, nena, es un enfado tonto, ni recurrir a alardes humorísticos para romper el hielo, no, no, la cosa iba en serio esta vez y no pudo evitar que, al contemplarla, acudieran en tromba los recuerdos, las imágenes de momentos felices, con una nitidez insospechada. Ay, las trampas de la memoria, pensó, y se dejó llevar, sin embargo, por ella, hacia el terreno que más grato se le antojaba. Y es que está buena, la jodida –se dijo-; y, por unos instantes, la vio ante sí, desnuda, con el cabello suelto y los pechos como dos cúpulas, tomándole la polla con los labios y engulléndola al punto hasta la garganta, moviendo la cabeza con el mismo vaivén y brío que la lengua, conduciéndolo al orgasmo, vale, basta, pero ella miraba con una mezcla desconcertante de ironía y lascivia, mientras el miembro, cada vez más fláccido, consumaba la retirada.
Y qué, pensó, qué importa, a estas alturas… Ella seguía tendida sobre el lecho, en la misma incitante postura y él, él se había encendido, encandilado por aquella grupa y la dorada tonalidad que las luces de afuera imprimían al cuerpo femenino. Se quitó la ropa y, mascullando algunas imprecaciones, se introdujo en la cama. Ella seguía en idéntica postura, pero estaba despierta, fijos los ojos en el aire tenso de la habitación.
Qué hacer, se preguntaba, mientras en posición contraria su culo rozaba el de Margarita y tan simple contacto le encendía. De pronto, se giró y, al volverse, se deslizó su pene entre los glúteos de la mujer y él sintió que estallaba. Quería penetrarla. No sin recelo, extendió la mano y la posó sobre el pubis de su compañera, jugando con los rizos tímidamente. Viendo que ella, a pesar de su aparente indiferencia, no le rechazaba, probó fortuna: ¿Puedo?, le dijo, redoblando la audacia de sus caricias, a lo que Margarita respondió con un leve gruñido, acompañado de un gesto de asentimiento.
Entonces, atacó y, al tiempo que la volcaba hacia su lado, él saltó por encima y, tomándola por los muslos, le separó las piernas, iniciando seguidamente un lento, refinado y placentero cunilinguo, cuya eficacia no tardaron en refrendar los gemidos de Margarita, que acompañaba con rítmicos movimientos y una abundante secreción de jugos.
Cuando invadió su cuerpo, ella alcanzó el orgasmo en poco tiempo e Isidro se contuvo para hacerle adoptar esas posturas que tanto le complacían, flexionando sus piernas hasta rozar los pechos y, simultáneamente, agarrándola por las nalgas y deslizando el dedo corazón alrededor del ano, hasta entrar en el orificio. Así, una vez y otra, durante algunas horas, cuando fatiga y deseo inundaron el vientre de la mujer.
Luego, la larga noche e, irregular, el sueño. Dormido estaba Isidro cuando la voz meliflua del piloto anunciaba la última maniobra del vuelo. Estaban llegando a Madrid.

© Jacobo Fabiani, 2009.-