MESTER DE SUMISIÓN



Aquella tarde conocí a Pavel. Por el camino me asaltó la duda y, asustada por dimes y diretes, estuve a punto de desistir. Varias veces volví sobre mis pasos y otras tantas continué. Mis manos, casi congeladas; un no sé qué mordiéndome el estómago; me temblaban las piernas y el corazón amenazaba con salírseme por la boca. Tenía mis motivos, desde luego, pues ignoraba adónde me llevaban mis propios pasos.
Rosa, mi traviesa y atrevida compañera de juegos infantiles, me había dado la dirección. Y es que, más de una vez, yo le había contado mis fantasías y cómo con frecuencia me masturbaba, imaginando aquellas situaciones que, de haberse sabido, me habrían acarreado la expulsión automática del colegio, pues ni la superiora, tan híspida, ni la jefe de estudios eran capaces de avenirse a ellas y aplicarme el castigo adecuado, digo yo: desnudarme delante de todas las chicas, humillarme mostrándoles las zonas más privadas de mi cuerpo y, atándome a la verja del patio de recreo, darme de latigazos, hasta hacerme desfallecer en un secreto orgasmo que, más tarde, con tan sólo pensarlo, hubiese repetido en mi habitación.
Rosa me dio, en efecto, la dirección de aquel hombre y, aunque nunca me dijo cómo lo había conocido ni el motivo de su amistad, sospechaba que iba a su casa vendida, sabiendo él de antemano lo que yo deseaba y consciente, asimismo, de que no conocía sus caprichos.
El caso es que, temblando, no sé bien si de miedo o excitación o ambas cosas a un tiempo, llegué al portal de su casa, subí las escaleras y, tras una breve pausa, cada vez más nerviosa, pulsé el timbre. ¿Quién es?, preguntó, y, al escuchar mi nombre, abrió la puerta.
La casa estaba en penumbra. Tan sólo las rendijas de alguna ventana estratégica iluminaban, tenues, el cuerpo desnudo de Pavel. El ambiente inspiraba temor.Él, cortésmente, me invitó a pasar y, cerrando en silencio la puerta, me indicó que siguiera por un largo pasillo hacia una estancia, también oscura, que podía verse al final del mismo. Una vez allí, me colocó en el centro de aquella habitación y fue a sentarse en una butaca, desde la cual apenas vislumbraba sino su pene, ostensiblemente erecto. Desnúdate –dijo-, hazlo despacio y deja en el suelo tu asquerosa ropa. Sí, claro –respondí-, y él me rectificó: Sí, amo.
Al escuchar aquella palabra, secamente enfatizada, mi excitación se intensificó hasta extremos inenarrables, sintiéndome a merced del desconocido y presa potencial de sus deliciosas sevicias. Sí, amo –repetí-, y empecé a desnudarme, poco a poco. Al bajarme las bragas, sentí enorme vergüenza, pues el flujo que delataba mi estado bañaba visiblemente mis muslos e íbase deslizando hacia las rodillas. Él sonrío al notarlo y, tal vez por delicadeza o acaso respondiendo a una estrategia premeditada, ¡Sigue!, me susurró, mientras salía del cuarto. Cuando, al cabo –no sé- de media hora, tres cuartos, no, no sé, regresó adonde me encontraba, mi nerviosismo había escalado las cimas del frenesí. Tomé entonces conciencia de que estaba desnuda, completamente desnuda, en manos de ese hombre desconocido, que me miraba con fingida frialdad, por más que la erección de su verga lo traicionara. Señalándome una chaise-longue, me conminó a sentarme. De un estante, cogió un pañuelo negro y me vendó los ojos. Ahora, esclava –musitó con desmayo en mis oídos-, estás totalmente es mis manos.
Me sobó todo el cuerpo, recorrió con su lengua mi cuello y mis hombros, lamió mi pecho y, al llegar a los pezones, los mordió, suavemente primero y, luego, aumentando la intensidad del mordisco, hasta hacerme gritar y asustarme, temerosa de que los arrancase. Sin embargo, aquel trato, aquel miedo, lejos de amedrentarme, me produjo un enorme estremecimiento y noté cómo el coño destilaba sus zumos como una catarata.
De pronto, interrumpió el ataque y, agarrándome con fuerza, me obligo a arrodillarme, apoyando ambas manos en la suave tapicería del mueble aquel, de manera que el culo quedase más alto que el resto del cuerpo, expuesto a los deseos de mi amo. Éste guardo silencio, con lo cual conseguía enardecerme más. También súbitamente, un intenso chasquido rompió el aire y yo sentí en mis nalgas el salobre escozor de un latigazo.
Los azotes se sucedieron con lentitud, de manera que yo no supiera cuándo iba a propinarme el siguiente. Así golpeó diez veces, veinte, treinta, saboreando cada trallazo. Después, aumentó la frecuencia y, desde luego, la intensidad del castigo, que a veces, sin embargo, interrumpía, para meterme el dedo en la vagina y comprobar mi excitación. Cuando ésta se le antojase adecuada –y, sin duda, lo era-, volvió a girar mi cuerpo, a morderme los pechos, a pellizcar con saña mis pezones.
Finalmente, me penetró, y yo perdí el dominio de mí misma y comencé a gritar hasta que, sin poder evitarlo, me corrí. ¡Córrete, puta, a qué esperas!, aulló, y entonces yo sentí que se derramaba y que un cálido río me abrasaba el vientre.
-Me hiciste eyacular demasiado pronto –prorrumpió con antipatía-, mañana te castigaré como te mereces.

© Lavinia Ximenes, 2009.-