ELOGIO DE MUJER GORDA O EL MORBO DE LA MORBIDEZ



A Andrés (él ya sabe por qué)
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Frida era así, profusa, todo dádiva en ella, volcada al exterior en un río de carne suculenta, siempre dispuesto a desbordarse, siempre dispuesto a la barahúnda, siempre dispuesto a arder; y es que Frida, todo abundancia en ella, era morbo en estado puro, aun cuando la pureza, absurda atribución, no fue nunca manjar de su gusto ni alimento cuyos excesos arte o parte tuviese en los ochenta, noventa, cien kilos de materia sensual, siempre dispuesta a darse, siempre dispuesta a hacerse desear, siempre dispuesta al goce, a pesar de los gestos desdeñosos de alguna hortera, esclava de la moda, y las inevitables anoréxicas; lo común, ya se sabe: que Frida es una vaca, que Frida es una foca, que Frida es enorme como una ballena, en fin, definiciones bastante originales, ya lo ven.
Pero Frida, a despecho de mercachifles y diseñadores, estaba buenísima. Buenísima, oigan, y eso puedo jurárselo por el cipote de Papá Noel, yo, que me la he follado y que creí haber puesto una pica en Flandes, hasta que, recobrada de un orgasmo sublime, me quitó la inocencia, qué va, qué va –me dijo-, cómo se te ha ocurrido pensar lo contrario… he tenido más hombres encima que tú mujeres debajo. Y, entre guiños malévolos, contaba con los dedos de una mano, con los dedos de las dos manos, con los dedos al cubo elevado a equis los tipos que le cruzaron el Rubicón y, a cambio de esa suerte, le echaron unos polvos en la entrepierna, dentro de la entrepierna, en la puerta trasera de la entrepierna, que era colchón mullido por el lado de invierno, confortable, suavísimo, siempre bien lubricado por el gel del deseo.
A mí, decepcionado por tan desaforada promiscuidad, no me extrañó la lista de anónimos amantes que iban multiplicándose en sus dedos, a punto de curvarse en el espaciotiempo y estallarle en el clítoris.
Cómo iba a extrañarme, si estaba buenísima. Su cuerpo, un desafío a la decoración, era el cuerno de la abundancia y de él se desprendían, como frutas salvajes, el melonar enorme de sus pechos, de cuya redondez sobresalían dos pezones, largos y gordezuelos, coronando otras tantas y extensas areolas, y un racimo de miembros incitantes, en torno al baluarte de todas las delicias. Las caderas, por su parte, empezaban a insinuarse a no mucha distancia de las axilas, afianzando su curvatura hasta donde los muslos, metamorfoseados en sendas nalgas, se armaban de otras tantas pistolas, enfundadas en piel de naranja, y hacían crecer dos lunas robustas en el culo.
Y qué morbo el de esta mujer. Tendrían que haberla visto desnudándose y cómo le salían las tetas del sostén y cómo le brotaban sabrosas opulencias y cómo aquella masa de mollas provocativas se iba desplegando, casi militarmente, por el pequeño diván.
Tendida en tan minúscula yacija, encendía la luz de una lamparita, de modo que los rayos, tenues pero directos, incidían sobre aquel derroche carnal, con lo que el universo o era oscuridad o era su cuerpo, y era su cuerpo, sí, ofrecido en bandeja de brocados, lo que llenaba el mundo.
En esta posición, consciente de su éxito, que podía medir en carne ajena, Frida escoraba su anatomía y, tomando la que en mis manos estaba a punto de derretirse, la acercaba a sus labios, chupándola con ardor y aplicándole con la lengua un lento centrifugado, tan eficiente que llegaba a sentirme al borde de la quiebra y a un paso de la completa liquidación.
Pero si con la lengua se mostraba infalible, no menos le adornaban virtudes que, distintas, ponían de relieve el poder de su cuerpo y la temperatura de su imaginación.
Gustaba, por ejemplo, una vez levantada la verga de su oponente, colocársela entre los muslos y, cuando entre ambas masas se hallaba comprimida, empezaba a moverlos, a modo de tijera, aplicándole un vigoroso masaje con los efectos de un exprimidor.
Esto hacía, disfrutando con cada acometida del amante de turno, que no cejaba en su afán de sobarla, pellizcando a manos llenas sus morbosas frondosidades, hasta que, apremiado por la excitación, entraba a saco en el lugar más próximo y allí depositaba las enjundias de su lubricidad.
No sé por qué les cuento todo esto ni por qué callo tantas y tantas cosas que disfruté con Frida. Será tal vez que, viendo a la muchacha de la fotografía, se me han disparado los recuerdos. Tengo más, muchos más; pero voy a dejarlos para otra ocasión.
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© Jacobo Fabiani, 2009.-