LOLA



Yo era unos años más joven que Lola. Y, si consideramos ese muro que existe entre la adolescencia y la juventud, el ser y el no-ser-todavía, puedo jurar allí donde haga falta que era entonces un crío y ella, ella, ay, una mujer, la mujer, esa pareja bíblica del hombre, blanco de sus deseos y cobijo de su lujuria. Así yo la veía, cada vez que me la cruzaba por los pasillos, trayendo o llevando, subiendo o bajando. Sobre todo, cuando fregaba el suelo, de rodillas, y adelantaba el cuerpo para abarcar más losas con el trapo, pues la falda, arrastrada por el impulso, ascendía en la misma dirección, dejando al descubierto los portentosos muslos de la muchacha.
Yo, recién estrenado en la afición carnal, miraba y me encendía y estallaba y acababa aliviándome en el cuarto de baño, gracias al invento maravilloso que, en la castiza jerga de las gentes, recibe el nombre agreste de paja; sí, yo me hacía una paja, cada vez que la hermosa fregatriz me metía sus muslos por los ojos, clavándome en los ijares la espuela sanguinaria de la necesidad. Hasta que, harto de masturbarme e inmolar al vacío surtidores de esperma, decidí armarme de valor y pasar a la acción; total, el no ya lo tenía y, en el peor de los casos, la aventura podría resolverse en una bofetada, no más probable que el despido de la infeliz.
Pero no, no era precisamente una infeliz la Lola; y eso que tenía novio y aspiraba a casarse, parir hijos, dejar la servidumbre y ser una señora como mandan los cánones, razón confesa que, por un momento, estuvo a punto de hacerme desistir, no fuera que aquel coño apetecible me convirtiese, muy a pesar mío, en cazado y casado cazador.
El hambre, en cualquier caso, pudo más, de manera que, al día siguiente, cuando el suelo brillaba de puro limpio y a mí me dolía el pijo de ver e imaginar, le puse la mano en el culo y, venciendo el temblor que, simultáneos, me provocaban el miedo y la excitación, perseveré.
Ella, al principio, tal vez se sintió incómoda; pero, convencida de que el ataque iba en serio, mudó el signo de su mirada, pasando del asombro a la complicidad.
-No, aquí no, por favor; podría vernos tu madre. Ven, vámonos al desván, no hagas ruido.
Al infierno la hubiese seguido, aunque bastó con que me precediera, peldaño tras peldaño, hasta alcanzar la puerta del paraíso, entre precipitados tocamientos y otras urgentes formas de lascivia. Entonces, cerré la puerta y ella soltó el recado de fregar, mientras mis manos, al abrazarla, ya se habían colado por el elástico de las bragas y agarraban los glúteos de la chica, librando a todo esto nuestras lenguas una batalla campal.
Rápidamente, se quitó el vestido. Con las bragas semibajadas, a mitad de los muslos, y el sostén, ambos negros, parecía una dama de Hollywood, una Hilda de pueblo, con mucho territorio que labrar.
-Vamos, desnúdate; quítate toda esa ropa.
-¿Y si viene tu madre?
-No sabe donde estamos. Además, se le oye venir. Si aparece por el pasillo, te echas el vestido sobre la carne, yo me escondo y tú te pones a fregar, ¿vale?
La respuesta, inmediata, fue quitarse el sostén y arrojarlo sobre un montón de trastos, al tiempo que, con ávido desparpajo, acabé de bajarle las bragas. Duras como puñales, sus tetas, redondeadas y puntiagudas, casi cayeron sobre mi cabeza, a la sazón volcada sobre su coño, cuya oscura y tupida maraña me empeñaba en desbrozar con los dedos. En un momento dado, como hiciera ademán de penetrarla, ella me dijo:
-No. Espera. No me seas torpe, hombre, que esto no se hace así.
-Sólo intento follarte, estoy que echo chispas.
-Eso estamos haciendo, follar; pero, antes de meterla, hay que jugar un poco. Anda, ven...
Y, agachándose frente a mí, cogió mi pene, duro como estaba, y lo introdujo en su boca, moviéndola primero en torno al glande y, luego, de arriba a abajo, que le llegaba hasta la garganta, insistiendo incansable hasta que se dio cuenta de que iba a correrme. Entonces, paró.
-No te corras, cariño. No, todavía; que yo quiero lo mismo, antes de que la claves en mi coño.
Eso me dijo y se tumbó en el suelo, abriendo, flexionadas por las rodillas, sus piernas, dejando ver un sexo tan mojado, que el flujo le empapaba los pelos.
-Cómetelo cariño, chúpalo, muérdelo, mátame...
Fuera de mí que estaba, busque acomodo en medio de sus muslos y, cogiéndola por el culo, le devoré aquel sexo, bebí sus zumos y le hice gritar de placer.
-Verás, verás, mi madre, como nos oiga...
-Ay, déjate de historias y métemela ya, ¿no ves que estoy muriéndome de gusto?
Hice lo que pedía y entré en ella despacio, recreándome, sintiendo la envoltura aterciopelada de su caverna alrededor del falo. Sin embargo, ella tenía mucha más urgencia, pues comenzó a moverse con auténtico frenesí y, subiendo las piernas, me rodeó la cintura, mientras sus manos, presa de crispación, apretaban mi espalda y las uñas de Lola se hundían en mi piel. Yo, por mi parte, deslicé los brazos y, aprovechando su posición, la cogí por el culo y mimé con los dedos cada milímetro de aquella raja, hasta hurgar en su clítoris y observar al instante cómo ella se transformaba y, saliendo de sí, pronunciaba palabras incomprensibles y frases fuera de toda lógica, mientras iba perdiendo la respiración, reemplazada por un profundo estertor, que me hizo temer por su vida.
Me mordía, gritaba, lanzaba espumarajos por la boca y tuve que tapársela con la mano, sin dejar de empujar.
-Ya me corrí, cariño.
-Ahora me toca a mí, me lo he ganado.
-Sí, eso es verdad. Y ¿sabes una cosa? Me gustaría quedarme preñada. Hazme un hijo, hazme un hijo.
Al oír tan temprana petición, me asusté y comprendí el peligro de aquellos escarceos. No, yo no estaba, a mis pocos años, por la labor; así que abandoné la molicie del coño y, a horcajadas sobre su cuerpo, subí hasta la cabeza y, poniendo mi verga junto a sus labios, le ordené que me la chupara. Y lo hizo con tanta habilidad que, en escasos minutos, me derramé en su boca.
-¿No habéis visto a Jacobo?
Era la voz de mi madre que, extrañada y suspicaz, había detectado mi ausencia. Menos mal que no dio en buscarme antes.
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© Jacobo Fabiani, 2008.-