AL AMOR DE LA LUMBRE



Al terminar el servicio militar, dentro de las visitas de cortesía a familiares y amigos, me llegué una tarde de invierno, cerca de la Navidad, por casa de mi tía Claudia, una prima hermana de mi padre, que vivía sola en una casita a las afueras del pueblo. No era una tarea especialmente atractiva, pero recordaba con cariño el pisto de ricos tomates y pimientos de huerta, que solía prepararme las noches de verano en que, liberado de la férula materna, me llegaba por su emparrado patio en compañía de una nieta suya de mi misma edad, tras habernos pasado la tarde descubriendo cabezolitos o matando procesionarias.
De vez en cuando, había visitado a mi tía, ya muy mayor, pero no siempre de forma grata, especialmente porque se empeñaba en darme de comer y sus habilidades culinarias no tenían nada que ver ahora con las que yo recordaba. Por otra parte, mi lejana prima había desaparecido hacía tiempo, se había marchado a Barcelona junto a sus padres, que emigraron cuando la pequeña tierra de labor no les daba ni para comer: lo vendieron todo y se instalaron, creo, en Masnou, en donde todos encontraron trabajo en una fábrica de porcelana.
El caso es que ahora, con casi veinticinco años, pues fui a la Mili con dos de retraso, gracias a una prórroga por estudios, estaba ante la claveteada puerta de madera agrietada y color indefinido, que tantos recuerdos me traía. Golpeé el trozo de hierro que servía de aldaba y escuché unos pasos que identifiqué enseguida. En efecto, mi pobre tía Claudia abrió la puerta y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, me tenía fuertemente abrazado y propinándome una serie de sus apretadísimos y entrañables besos. Estaba anocheciendo y la casa olía al hogar en donde se quemaban unos troncos de olivo. Allí, junto al fuego, sentada y roja por la luz de las llamas se hallaba una mujer extraordinariamente atractiva.
-Es tu primita, cariño. ¿No la recuerdas? Ramona... Pero vamos, ¿No os saludáis? Todavía recuerdo las irritaciones que me dabais cuando llegaba la noche y no sabía en donde os habíais metido... A ver, ¿os reconocéis o no? ¡Uy, que tontos! ¿Os vais a dar la mano? Venga, coño, a besaros.
Mi prima, que se había levantado sonriendo y extendiendo la mano, cambió el gesto y yo seguí muerto. Jamás había visto una mujer como esa: Morena, alta -quizá más que yo-, con una cintura estrechísima, que servía de excusa para estallar más abajo en una grupa perfecta, con unos ojos profundos y seductores... De pronto, la tuve en mis brazos, o mejor, yo en los suyos, porque me abrazó con todas sus fuerzas y me estampó un sonoro beso en plena boca, como hacíamos de chicos. En seguida supe que estaba desbordado, que me había ganado la partida y, con este sentimiento de derrota, nos sentamos. Ella frente a mí y mi tía en medio de ambos, alrededor de la lumbre.
Al poco rato, mientras yo contaba mis anodinas "batallas" de cuartel, Ramona fue confiándose y dejando caer su pierna izquierda contra el brazo del pequeño sillón en que se sentaba. La falda, de vuelo ancho pero corta, actuó en consecuencia, con lo que tuve ante mi un espectáculo que casi inmediatamente me cortó el aliento. Las piernas, doradas a luz cambiante de las llamas, se ofrecían en toda su extensión, rotundas y tersas, largas pero gorditas y apetecibles. Y al final, quizás fruto de mi imaginación, la oscura e impenetrable selva de lo que imaginaba pobladísimo felpudo. Como comenzara a vacilar y la voz se me iba asfixiando por el panorama, mi tía sacó la conclusión de que necesitaba comer algo y, a pesar de mis calurosas y agradecidas negativas, se levantó y a los dos minutos la sentíamos en la cocina trajinando con un ruido de cacerolas y majados que la controlaban perfectamente.
Ramona, entonces, incorporándose, me preguntó directamente que como la encontraba, que si le gustaba el cambio que veía había experimentado. No me preguntéis cómo ni porqué, pero se me nubló la vista cuando ella se levantó la falda para mostrarme más claramente a qué cambio se refería. ¡Dios mío! casi me desmayo. Era una mujer espléndida, rotunda y casi irreal. Su vientre, liso, y hasta su ombligo llegaba un rastro de vello oscuro y sedoso que partía desde donde terminaba la braguita que, a su vez, dejaba escapar un par de centímetros de pelo espeso. Así que la braga , pues no era el coño lo que mi fantasía creyó vislumbrar en la oscuridad intermitente del fuego, ocultaba lo que era sin lugar a dudas un sexo gordo y muy bien poblado, pues se veía abultada a pesar de que ceñía la vulva estrechamente, dibujando a le perfección la larga raja que se prolongaba por entre sus piernas hacia abajo. Las caderas, anchas y poderosas se frustraban hacia arriba en una estrechísima cintura que resaltaba más aún sus pechos, ocultos pero contundentes.
Naturalmente, mi polla se levantó hasta el dolor y, como ni el sitio era el adecuado ni la celeridad como cocinera de mi tía hacía presagiar su ausencia por largo rato, me incorporé y abrazando a Ramona a la vez que le cogía el coño desbordándome la mano, le pedí caridad y justicia al precio que ella fijara. El precio es que te quedes sentado ahí enfrente y no me toques, susurró. Tu puedes hacer lo que quieras, añadió, que yo te daré lo que necesitas sin que nos juntemos todavía, pues te reservo algunas sorpresas y no quiero que se frustren. Dicho esto se quitó las bragas, que metió en el bolsillo del vestido y, luego, se sentó donde estaba. Será rápido, me aseguró.
Abrió sus piernas y me puso a medio metro el más importante coño que yo he visto jamás. Luego tomó con ambas manos sus pechos, que había sacado por el escote, y chupándose los dedos de la mano derecha, comenzó a masajearse la vulva mientras apenas rozaba sus pezones con la otra. Naturalmente me saqué el nabo, casi para estallar, y mirándola como un catatónico, me apliqué a moverlo contundentemente. Sus ahogados suspiros y algunas gotas que se le resbalaron de la vulva hasta el suelo, a la vez que sacaba su lengua hasta doblarse la barbilla y comprimía su clítoris entre los dedos, haciéndole sacar una excitante cabecita que, como un pequeño pene, se levantaba rosa y húmeda hacia arriba, fueron suficiente para que, arrodillado frente al hogar, regara con el zumo lechoso de mis testículos las granates brasas. Cuando volví a m, ella había terminado también y bajaba su ropa mientras me sonreía procaz.
Al momento, nos llamaba la tía para cenar. Allí fuimos, esta vez ya familiarizados como antes, como si el tiempo no hubiese pasado y contentos del reencuentro. La cena fue agradable y la sobremesa, en el dormitorio que mi tía le había asignado en la planta baja, me ha marcado hasta hoy. Aquella navidad no se me olvidará nunca. Mi prima Ramona seguía siendo mi colega y mi amiga, pero a la vez se había convertido por voluntad suya en mi puta privada y generosa.
Sólo supe que estaba casada cuando, un día antes del de Reyes, me dijo que al siguiente llegaba su marido y que se marcharía con él el siete, muy temprano. La noche del cinco, en esa cama de barrotes de hierro y péndolas sonadoras, que teníamos que desmontar a diario para no despertar a nuestra ignorante anfitriona, fue una de las pocas noches de mi vida en que el sexo no logró tapar la tristeza por el dolor anticipado de su partida. Ella lloraba hasta cuando se venía una y otra vez, y yo también lo hice en mi último orgasmo.
Tuve el rico olor de su coño en mi cara durante casi una semana y ¿me creeríais si os dijera que, tras su partida estuve quince días llorando cada noche en el silencio de mi cama, perdidamente enamorado de mi prima Ramona?
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© Mario Visconti, 2008.-