EL PAPAMOSCAS



Tenía la costumbre de bañarse a diario. No la ducha vertiginosa de cada mañana, entre el vapor del sueño y el estrés de los autobuses, el café a cien por hora y el áspero talante del jefe, sino un baño de los de antes, premeditado, sin dejar ni un detalle al albur, con ese primoroso perfeccionismo de quien busca el placer y sabe rodearse del ambiente adecuado, pues todo lo importante requiere un ritual.
Así me lo contaba Dominique, un viejo descreído y malencarado que, en edad juvenil, había sido amigo de Roberto y compartió con él aventura y esfuerzo, en un tiempo difícil, cuyo recuerdo aún mantiene vivo.
Era así. Maniático. Llenaba la bañera hasta el nivel preciso y esparcía en el agua caliente un puñado de sales perfumadas, que impregnaban el lugar con su aroma. Luego, se desnudaba e iba colocando la ropa con esmero, de modo que, al salir, todo estuviera en orden. En la mano derecha, llevaba una cajita de plástico, redonda, que posaba, despacio, en un poyete, al lado del jabón y los cosméticos. Tras tenderse en el líquido humeante y hundirse varias veces en su lago particular, reposaba unos pocos minutos, los suficientes para transfigurarse y entrar en una especie de embeleso, perceptible en la gran erección que su pene experimentaba.
En efecto, como el periscopio de un submarino, emergía la verga de Roberto, a punto de estallar. ¿En qué pensaba? ¿Qué imágenes acudían a su cerebro? ¿Era todo un fenómeno fortuito o la consecuencia deliberada de una enorme sensualidad? No lo sé, no lo sabremos nunca, aunque un día me dijo Dominique que su amigo vivía obsesionado con una mujer, una chica australiana pelirroja, a la que deseaba hasta la extenuación.
Oh, sí, la conocía –me refirió otra vez, delante de una taza de café muy cargado-, se llamaba Melisa y era muy popular. Y muy guapa –añadió, guiñándome un ojo-. Se fue con un cantante de boleros y nunca más supimos de ella. Pero estaba muy buena, ya lo creo; tenía un par de tetas puntiagudas, un culo bien formado y respingón y unas piernas retorneadas, bastante largas, que llamaban la atención por la calle. ¿Sabe? Roberto no pensaba sino en follársela y, ofuscado por esta idea, imaginaba que le hacía el amor y así, fantaseando, se masturbaba, hasta alcanzar el éxtasis.
Tenía una costumbre peculiar al respecto. La cajita de plástico era trampa mortal para las moscas que capturaba casi a diario. Allí las atraía con un mínimo cebo y, mientras la infeliz revalidaba a Esopo, la mano de Roberto encajaba la tapa de aquella celda, donde la prisionera iba de un lado a otro, daba vueltas y vueltas, desesperada, y él, con malévola habilidad, aprovechando el cansancio de su víctima, le arrancaba los élitros. Una vez en el baño, cuando el glande asomaba su cabezota como una isla, liberaba al insecto que, temeroso de ahogarse, otra opción no tenía sino andar y girar en su pequeño islote, produciéndole un grato cosquilleo que, al cabo de unos minutos, culminaba en violenta erupción.
Se le antojaba acaso que Melisa, completamente desnuda, salía del océano doméstico y, apoyada una pierna en el borde de la bañera, en tanto con la otra hacía pie en el fondo, le acercaba el tupido follaje de su sexo y él, agarrándola por las nalgas, la traía hacía sí y empezaba a chuparla. Ella, al sentir en el clítoris la lengua, apretando como un punzón, comenzó a suspirar: sigue, sigue –decía- lámeme más abajo, sí, así, cómetelo hasta el culo. Y Roberto, excitado, bajaba y subía, en medio de aquella maraña, succionando los jugos de la hembra y aspirando su olor. El culo de Melisa olía a sudor rancio, mezclado con lo propio; era casi bestial y confluía, un poco más abajo, con el intenso aroma del coño, creando un perfume penetrante, oscuro, que a él le entraba por la nariz, tomaba las arterias y hacía estallarle el pene, ya incapaz de resistir el asedio. Roberto eyaculó. Una espesa andanada de semen trazó un arco de bala sobre el agua y el miembro, derrotado, comenzó a descender.
El maremoto sorprendió a la mosca, que en vano investigaba una salida. El mar se la tragó, mientras el masturbado se entregaba al reposo, y había que verla, con todas sus patas, intentando ganar la costa a nado.
Ninguna se salvaba –apostilló Dominique-. Una crueldad –añadió, falsamente contrito-. Pero las protectoras de animales, en aquellos años salvajes, se limitaban a encender la tele y tragarse el programa de Félix. En fin, señor Fabiani, le he contado la historia de mi amigo. Curiosa, ¿verdad? Ahora, con su permiso, me voy a cazar moscas. Si se dejan.
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© Jacobo Fabiani, 2007.-