CUMPLEAÑOS FELIZ


Curro era así, un hombre introvertido que, apegado a la fantasía, no dudaba en echarse a volar cada vez que sus pensamientos no coincidían con la realidad, lo cual no era infrecuente, pues su imaginación, propensa a dispararse, no conocía otro límite que el deseo y éste calzaba espuelas, esgrimía una fusta y caminara con paso firme, si no fuese porque, en materia de gustos y decisiones, su voluntad solía mostrarse débil y él era ambiguo por naturaleza e irresoluto como colofón.
Que le gustaban las mujeres guapas, quién pudiera negarlo. Pues en los turbios años de mocedad fueron fama entre la gente sus dotes de seducción, resultado tal vez de un cuerpo interesante, una carita afable y lampiña, modales distinguidos y, sobre todo, una mirada de desvalimiento que se clavaba en el corazón de cualquier semoviente, fuera mujer, hombre o cosa, consciente de lo cual hizo muchos estragos y no falta en el pueblo quienes una paternidad le atribuyan, viendo en el muchachote la copia perfecta del presunto progenitor.
Yo nunca fui celosa. Al fin y al cabo, entre la envidia de mis amistades y la inquina de algunas despechadas, había conseguido la rendición incondicional de aquel bizarro espécimen y digo que por algo sería, aunque con el paso del tiempo observé que su masculinidad, juvenil objeto de culto, no estaba a la altura del mito, pues si, en efecto, follaba de maravilla, a menudo se iba por las ramas y me salía con escabrosas ensoñaciones; en fin, que llegué a sospechar si no era maricón, con todas las de la ley, hasta que pocas dudas me fueron quedando: a Curro le gustaba la carne y el pescado.
Así que decidí satisfacerlo, más allá de los juegos equívocos con que, de vez en cuando, se solazaba, dejando volar su imaginación. Fue entonces cuando me acordé de Eduardo, un amigo bastante bien dotado y gay hasta las trancas, a quien conocí niña aún, haciendo novillos como yo y otros chicos y chicas, en las afueras de la ciudad. Lo llamé por teléfono y, tras los inevitables saludos, preguntas indiscretas y relatos insulsos, le propuse mi plan, que él aceptó encantado, y quedamos para el cumpleaños de mi marido, a la hora en que éste solía levantarse.
Eran las nueve y media cuando escuché sus pasos en el dormitorio. Curro dormía desnudo y así estaba. Un tibio sol de invierno iluminaba las habitaciones y su penumbra cálida se dejaba sentir como un hálito confortable, cubriendo muebles, cuadros y los demás objetos. Tuve la precaución, en cualquier caso, de encender los dos fuegos del radiador eléctrico, no fuera el frío propio de la época un obstáculo a los placeres que, cuidadosamente, había preparado.
Allí, de pie, como una estatua griega, se encontraba Eduardo, a quien solicité se quitara la ropa y aguardase desnudo la llegada de Curro. Y qué pena, tan guapo y marica; pues si otra hubiera sido su inclinación, seguro que esa polla, cuyas leves titilaciones no dejaban ninguna duda acerca de sus deseos, ya estaría en mi coño, a punto de estallar.
- Puedes venir, cariño –le dije a mi marido, entonando la frase con picardía-; tengo en el gabinete tu regalo de cumpleaños: happy birthday to you...!
Cuando Curro vio a Eduardo, el asombro más vivo se traslució en su rostro. Sin embargo, sobreponiéndose a la sorpresa, pues comprendió al instante lo que estaba tramándose, me miró sonriente. Gracias, cariño, me dijo. Y yo tiré de él hasta la pequeña mesa redonda e hice señas para que se sentara sobre la misma, apoyando los glúteos en el tablero, con los pies suspendidos a escasa distancia de la tarima. Entonces, me despojé del batín y quedé totalmente desnuda delante de los dos.
Curro no reaccionaba y Eduardo, ostensiblemente excitado, no sabía qué hacer, de manera que me dispuse a oficiar de maestra de ceremonias y, cogiendo aquel palo que mi amigo esgrimía, me lo metí en la boca, meneándolo con las manos, hasta que comprobé lo irreversible de su erección. En ese momento, empujé suavemente a mi esposo para que se tendiera y le ayudé a encontrar la postura propicia. Cuando vi que no era indiferente a los preparativos, le agarré las dos piernas y las doblé hacia atrás, dejándole el culo a merced de Eduardo, que no perdió un minuto: lubricó el agujero con la lengua y le chupó la polla con ardor. Curro gemía, como una colegiala, y el otro, no pudiendo reprimirse, puso su miembro a la entrada del orificio y lo fue introduciendo lentamente, hasta ser engullido por el ano de mi marido.
Curro seguía gimiendo, suspiraba, gritaba. Yo, por mi parte, me afanaba en manosear sus testículos y acariciarle el glande, contribuyendo así a su placer. Eduardo, fuera ya de control, entraba y salía, deteniéndose a veces para imprimir a su verga un suave movimiento circular, que, a juzgar por los gritos, suspiros y palabras obscenas, hacía las delicias de Curro, cuyas manos ahora se ocupaban en pellizcar sus propios pezones.
- Oh, qué placer –susurraba-, aprieta más, así, eso es: frota bien el ojete, que me voy a correr...
Y se corrió, en efecto, arrojando por la vanguardia una lluvia de semen, que vino a estrellarse en mi cara. Así, llena de esperma, me dispuse a ayudar a Eduardo, que seguía aplicado a lo suyo, dando signos de hallarse muy cerca de su objetivo. Con la mano derecha le apreté los cojones y estimulé su ano con la izquierda. Una copiosa nevada rodó en las entrañas de Curro.
- ¿Te gustó mi regalo? –le dije por la noche, mientras dábamos cuenta de unos emparedados en aquella mesa de autos-.
- Pues sí –respondió-, pero el pack de la oferta incluía más cosas.
- ¿Qué cosas?
- Castigar a la puta que le chupó la polla a Eduardo.
No me dio tiempo a rebatir su aserto, pues a punto estaba de contestarle cuando me vi sobre sus rodillas, recibiendo en las nalgas una ruda azotaina. Luego, poniéndome de pie bruscamente, se levantó y me dijo:
-Quítate toda la ropa menos las medias.
Le obedecí. El culo me dolía, pero le obedecí. Entonces, se quitó la correa y ordenó con voz agria:
-Ponte a cuatro patas sobre el sofá, con el culo hacia arriba y las piernas abiertas.
Hice lo que mandaba y él descargo en mis dolidas nalgas una docena de latigazos, hasta que se cansó. Permanecí en la misma postura, mientras sus manos se paseaban por mi entrepierna y yo me estremecía de deseo. Finalmente, me penetró.
-Lo mejor del regalo fue la traca final.
Esa fue su apostilla y después se durmió.
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© Jacobo Fabiani, 2007