EL TELÉFONO



Hacía mucho tiempo que a Beatriz la llamaban por teléfono. Siempre a la misma hora, la misma voz y con el mismo tono, tras saludarla con elegantes frases, iba creciendo, cálida y audaz, hasta hacerla desfallecer. No era miedo. Era como una extraña forma de indefensión, que llegó a provocarle taquicardías y le hacía sudar, quedarse sin aliento, sentir que se moría.
Y no es que las palabras, contundentes y seductoras, contuvieran ribetes de amenaza o hicieran sospechar peligro alguno, sino que, poco a poco, había ido cayendo en su tela de araña y, atrapada por ellas, se sentía en los brazos del emisor, como una marioneta.
Al principio, se inquietó. Luego, se mostró indiferente a las impertinencias que interrumpía colgando el auricular y, por último, sucumbió a los hechizos de aquel dulce desconocido y se dejó arrastrar por su lascivia.
Buenos días, Beatriz –dijo la Voz, desde el otro lado-. Te sienta bien el vestido, muy bien. Debo darte las gracias y pedirte perdón: lo primero, por haberme hecho caso; y lo segundo, por mi atrevimiento. Sí, estás hermosa. Pero, verás, te encuentro un poco incómoda, envarada... ¿Por qué no te quitas las bragas? Venga, eso es; utiliza el pulgar de tu mano libre y separa del cuerpo el elástico. Muy bien, muy bien, pequeña; ahora, ve deslizándolas hacia abajo y ¡alto ahí! Un momento, cariño, deja en paz esa ropa y acaricia tu ombligo; qué suave, ¿no es cierto? Pues baja, baja, baja la mano, eso es, eso es, detenla en los pelos del coño, rózalos con las yemas de tus dedos y deja que te excite su lisura, porque son lisos ¿verdad? Seguro que disfrutas con el calor que transmiten, sí, frótalos, enrédalos, disfruta comprobando los finos que son. Tienes una abundante cabellera, sí, pelos negros, brillantes. En cierta ocasión, penetré a una muchacha increíble... Y qué coño tenía, que parecía azabache. De tan tupido, el vello se le derramaba, alcanzando las ingles y la raja del culo. Pero, bueno, tú sigue; deja en paz esos pelos y baja con el índice a la vagina, tócala lentamente y mételo, eso es, estás mojada ¿verdad? Lleva el dedo a tu nariz, cierra los ojos y aspira, despacio, el olor. Te gusta, ya lo sé, pero no, no vayas a masturbarte. Verás, yo imagino tu olor, lo percibo a través de este aparato y la polla parece que me va a estallar. Anda, vuelve a las bragas y sigue bajándolas. Eso es, despacio. El placer no conoce la prisa. Ah, zorrona, la felpa de en medio chorrea; sí, una hebra de flujo la conecta a tu coño. Me estoy poniendo enfermo de tantas ganas. A mí también me fluye. Sigue, sigue, bájatelas despacio y, al pasar por las ligas, roza la parte interna de los muslos, dales un buen sobeo; imagina que alguien, bueno, yo mismo, tengo allí la cabeza. Sí, la tengo entre tus piernas, sigo oliendo tu coño, que me llama, aproximo la lengua, quedo preso entre ellas y tus bragas, sin más salida que ese agujero negro y comienzo a chuparlo, lo mordisqueo, mis papilas se ensañan con el clítoris. Venga. Quítate ya esas bragas. Y qué pequeñas son. Esas prendas, cariño, solamente se usan para que alguien las vea. Eres un poco puta, pero no, no te ofendas: todos somos así cuando aprieta la carne; yo no vivo, no como, no duermo y me duele la picha del hambre en que te tengo. Pero sigue, mujer, ¿tienes que irte? ¿Ahora, en lo mejor? Vaya, vaya, maldito trabajo, malditas obligaciones. Bueno, vamos a hacer una cosa; mira, esta mañana iras a la oficina sin ponerte las bragas. Sí, las dejas en el sofá y vas a tu despacho sin ellas, ¿de acuerdo? Oye mi voz, andando por la calle y deja que te exciten tus muslos al rozarse. Mientras me lo imagino, voy a hacerme una paja.
Aquella mañana, Beatriz estuvo inquieta. Una gran desazón la empujaba al retrete una vez y otra vez, sin que nunca acabase de orinar. El frío de sus manos delataba un estado de nerviosismo que ella intentó ocultar cuando el jefe, de natural atento, le tendiera la suya para saludarla y ella, rehusándola, inclinó la cabeza, respetuosa, mientras pronunciaba una frase cortés. Al poco rato, el teléfono, encima de su mesa, volvió a sonar.
No te preocupes, no digas nada -era la Voz y estuvo casi a punto de desmayarse, ahora sí, de miedo-, sé que me complaciste y que llevas desnudos todos tus orificios. Deseas que te folle y yo quiero follarte. Mira, Beatriz, a veces pasan cosas, sucesos increíbles. Ahora, cuando cuelgue, cierra los ojos, piensa en lo que deseas y mastúrbate sin recato.
Así estaba, en efecto, cuando se abrió la puerta y entró el jefe. Totalmente azarada, trató de recomponerse, pero advirtió que el hombre, en mangas de camisa, llevaba el miembro fuera del pantalón.
No te asustes, Beatriz –dijo la Voz, con nombre y apellidos-, a veces pasan cosas, sucesos increíbles, ¿no es cierto? Y llegándose junto a ella, subió sus faldas y la encontró desnuda. Eres como te había deseado –continuó-; vamos, túmbate ahí.
Entonces, sonó el teléfono. El hombre, ya alojado en el sexo de su empleada, trató de descolgarlo, con tan escaso acierto que lo tiró. Una voz, desde el suelo, ascendió a los oídos de alguien: ¿Por qué no te quitas las bragas? Venga, eso es; utiliza el pulgar de tu mano libre y separa del cuerpo el elástico. Muy bien, muy bien, pequeña; ahora, ve deslizándolas hacia abajo y ¡alto ahí! Un momento, cariño, deja en paz esa ropa y acaricia tu ombligo, qué suave, ¿no es cierto? Pues baja, baja, baja la mano, eso es, eso es, detenla en los pelos del coño, rózalos con las yemas de tus dedos...
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© Jacobo Fabiani, 2007.-