BUEN VIAJE



El tren salió a su hora. Sin embargo, uno sabía, a fuerza de experiencia, que una cosa es salir puntualmente y otra, bien distinta, llegar, no importa cuando, a despecho de las complicaciones de toda índole y la destreza, siempre desigual, de los maquinistas, sin contar las paradas para llenar de agua las calderas o la potencia muscular de quien, a paletadas, había de nutrir el corazón de la locomotora cuando más empinada era una cuesta.
Iba yo únicamente en mi departamento y, según observé en uno de mis paseos por el alfombrado pasillo, viajaba poca gente en el vagón de primera clase. Ella estaba allí, claro, con su falda de cuadros escoceses, blusa blanca y chaqueta de lana, rumbo a sépase dónde, aunque en aquel instante volviese del retrete y, por error de cálculo, hubiera recalado en mis soledades, uy, perdón, creo que me he equivocado; y yo, tras mirarla de arriba a abajo, advertí en su figura un aura inusual, como una invitación a lo extraordinario, y por eso repuse: no, señora, creo más bien que ha acertado; la noche es larga, el viaje aburrido y el sueño imposible... Yo no sé qué ocurrió ni, al cabo de los años, recuerdo nuestro diálogo de besugos, el escarceo verbal que, a punto de dejar Aranjuez (el expreso venía de Madrid), acababa de convertirse en un toma y daca de confidencias y complicidades, cuyo tono subía continuamente, cerrando puertas y apagando luces.
Cuando noté que la ocasión propicia ya no admitía demoras, me decidí a posar una mano sobre su falda y, al no mediar respuesta, apliqué el protocolo que estos casos requieren: descendí suavemente hasta la rodilla, sobé en torno a la rótula y ascendí por el muslo, alternando en la caricia la yema de los dedos y las uñas, por cerciorarme de que, en efecto, se sentía tocada y era consentidora.
Aceptó, desde luego, mi avance, pues no hallé resistencia cuando, al sobarle el muslo por su faz más carnosa, ella se limitó a abrir las piernas, recostándose en el asiento, mientras, rebasada la línea de las medias, alcanzaba mi mano carne firme y casi me mojaba con la humedad del coño.
Ha llegado la hora de la verdad, pensé. Poco a poco, extendí la invasión y alcancé el objetivo de mi ataque. A través de la tela, totalmente mojada, la mujer ofrecía sus valvas gordezuelas, que yo golpeaba con delicadeza, recorriendo el declive que conducía a su raja. Cuando, al fin, la alcancé, deslicé el dedo índice hasta la entrada de la vagina, presionándole el clítoris con el pulgar.
En tales maniobras se fue un largo trayecto. Índice y corazón entraban y salían y frotaban, en tanto que, incansable, insistía el pulgar, cada vez más deprisa, al ritmo que el jadeo de la muchacha marcaba, como un cómitre.
No hace falta decir que se corrió. A mí ya me dolían los testículos y la polla, inflamada, amenazaba con reventar. Me puse entre sus piernas y le bajé las bragas. Ella se dejó hacer y, al sentir en los muslos el roce de mis manos, gimió seductoramente y un estremecimiento prolongado le recorrió todo el cuerpo.
El contacto de sus poros aumentó la violencia de mi erección y el glande rezumaba ese almíbar espeso que constata la urgencia. La visión de su coño, coronando las piernas bien abiertas, me sacaba de quicio. Como ya percibiera mientras la magreaba, tenía gruesos labios y muy almohadillados, en torno a los cuales se espesaba una enorme mata de pelo negro que, a consecuencia de la excitación, se hallaba empapado. Un tupido mechón elevaba su oscura maraña alrededor del clítoris, para ir, suavemente, aligerándose, hasta caer, liviano e incitante, señalando el camino de los muslos o apuntando al ombligo. Un fuerte olor a ostras entró por mi nariz y, borracho de todo ello, adelanté la cabeza y le comí aquel chocho, lleno de zumo como una papaya.
Ella emitía sonidos guturales, pequeños gritos, casi ahogados por el temor a que fuésemos descubiertos, y yo, dale que dale con la lengua, unas veces chupaba, otras mordía e, intentando innovar refinamientos, le hacía sentir el vaho caliente de mi boca, a lo cual respondió moviendo las caderas e impulsando la pelvis para engullir mi lengua con sus labios. Así hasta que, de nuevo, la sacudió un orgasmo ferozmente y quedó como muerta.
El tren silbó tres veces y aminoró la marcha. Me sentí contrariado, pues deduje que entraba en alguna estación importante y, si alguien se instalara en nuestro departamento, no sería posible culminar lo empezado y yo, menesteroso, tendría que aliviarme en solitario o sucumbir de necesidad.
Nadie subió en Alcázar de San Juan y yo distraje el tiempo de echar agua y demás maniobras hurgando en la camisa de la mujer y lamiéndole el cuello. No eran sus tetas demasiado grandes, aunque duras y eréctiles, resolviéndose en sendos pezones que, al ser pellizcados, adquirían dimensiones considerables, lo cual me permitió masajearlos, succionarlos, morderlos y, sobre todo, apretarlos hasta hacerle daño, una deliciosa tortura que, a ella, parecía excitarla.
El tren partió, por fin, e, internándose en la llanura, el monótono ruido de la marcha se mezclaba con los ronquidos del escaso y disperso pasaje y el repique de la llovizna contra los cristales.
-¿Cómo te llamas?, le pregunté, sin soltarle los pechos.
-¿Qué más te da, curioso?, repuso con la voz entrecortada por el placer.
-Pues de alguna manera tendré que llamarte.
-Llámame como quieras.
-Verás, yo me llamo...
-No me importa tu nombre, -me interrumpió.
Y yo, que no estaba dispuesto a malgastar mi pólvora en tan absurda traca, extraje mi verga del pantalón y se la puse en la boca. Esto es mi nombre y apellidos –le dije-, chúpamela. Y ella, que tampoco se andaba por las ramas, como ya había podido comprobar, se entregó a la tarea de mamármela, con tales ansias y habilidad que a punto estuve de vaciarme entre sus encías.
Deslizaba los labios por el tronco y, en la base del glande, hacía presión con ellos, mientras la lengua, empleándose con morbosa delectación, me empapaba la polla y sus derrames se mezclaban con la saliva de la mujer. Al fin, fuera de mí, le retiré aquel miembro, ya casi a punto de desbordarse y, levantándola bruscamente, ocupé su lugar. Entonces, meneándome el mástil, provocativo, la conminé: ¡Vamos, puta, súbete la falda y siéntate aquí!
Ella, rápidamente, enrolló en su cintura la ropa, exponiendo a mi vista sus magníficas piernas. La discreta penumbra del departamento alumbraba las medias de cristal que mantenía tirantes un liguero. Iba a tocar la zona fronteriza, pero giró su cuerpo, inclinándolo hacia delante, de manera que me ofrecía la grupa, unos glúteos enormes y, un poco más abajo, las dos ninfas inmensas que guardaban la incitante hendidura. En esta posición, dispuse entre sus piernas, muy abiertas, las mías, al mismo tiempo que la penetraba.
No duró demasiado la contienda. Ella, que bajaba y subía su coño por la verga, llevando la iniciativa, estaba cada vez más excitada. Leche, leche, leche –gritaba-, dámela, dámela toda, dámela. Y suspiraba tan profundamente que cortaba, como un cuchillo, su respiración. Yo, perdido el control, me dejaba llevar por la voluptuosidad de aquel sexo que, abriéndose y cerrándose, aplicaba a mi pene un masaje imposible de resistir. Así, cuando su orgasmo estrechó más aún el abrazo de la vagina, sentí que un remolino hervía en mis testículos y, en medio de tremendas sacudidas, expelí mi caudal.
Recompuse mi indumentaria y ella cogió las bragas y las volvió a su lugar. Descorrí la mugrienta cortinilla y traté de ubicarme. Despeñaperros –musité- y ella esbozó una sonrisa. Estaba fatigado. El martillo de los ferroviarios comprobaba el estado de las ruedas, estación a estación: Santa Elena, Vilches, Vadollano, Linares-Baeza, Los Propios-Cazorla... y me quedé dormido. Las primeras luces del nuevo día me despertaron al salir de Moreda. Oye –dije, desperezándome-, estamos a una hora de Granada; allí podríamos vernos de vez en cuando, ¿no? Nadie me respondió. Frente a mí, en otro asiento, junto a la portezuela, un cura rezongaba sus plegarias y me miraba con hostilidad. Me levanté, angustiado. Recorrí todo el tren, pero ella no estaba. No sé, tal vez bajó mientras dormía. Los silbidos de la locomotora anunciaban el final del trayecto.
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© Jacobo Fabiani, 2008.-