CINE DE VERANO



Mi hermano Miguel Ángel siempre tuvo problemas con el dibujo. Tanto con el artístico como con el lineal. Respecto al primero, era incapaz de elaborar un mínimo esbozo; y en cuanto al segundo, el drama estaba asegurado cuando su lamentable profesor de dibujo, del que todos parece que se burlaban, encargaba pasar a tinta china algún croquis previamente trazado a lápiz mediante el expeditivo método del calco. No sólo terminaba emborronando el caro papel de Guarro, sino que él mismo, la mesa, el suelo y cualquier objeto situado a menos de dos metros del centro de operaciones terminaba pringado y mi madre, naturalmente, hecha una furia desarbolada y aulladora. Por eso, cuando me dijo cautamente que algunos compañeros suyos estaban dispuestos a ayudarle, a cambio de algún favor, y que yo era parte imprescindible del trato, me presté a colaborar generosamente. Yo quería mucho a mi hermano. Mucho. Y el pobre sufría con el dibujo hasta un punto que sólo yo conozco. Él quería ser abogado, como mi padre, y dirigir una empresa, también como él. Pero el jodido bachillerato no perdonaba.
El plan era que deberíamos ver juntos una película en cualquier cine de verano, preferiblemente en las sesiones que se daban en la Plaza de Toros. Allí, en los palcos, nos encontraríamos con sus dos compañeros dibujantes: uno especializado en el artístico, Paco, y otro en el lineal, Alfonso. Me prometió que llevarían cigarrillos Jirafa, esos más largos de lo normal, de tabaco rubio y oloroso, que a mí me gustaban tanto. Como a pesar de tener yo cumplidos los quince años –Miguel Ángel y sus amigos estaban entre los trece y los catorce-, la noche de la cita estaba algo nerviosa, llegué un poco tensa y, cuando les di la mano a Paco y a Alfonso, a los que conocía de ver por mi casa, y se las noté sudadas, me tranquilicé algo. Yo llevaba un vestido de falda ancha que me llegaba más abajo de las rodillas, azul de cuadritos y con un frunce en el pecho que no conseguía ocultar lo evidente. Mangas abombadas muy cortas, que dejaban salir parte del vello de mis axilas, y un chalequito de color crema que mi madre me había dado por si luego hacía frío.
Mi hermano pagó las entradas de general y Paco compró pipas y nos invitó a una limonada. Yo la elegí de fresa y ellos de menta. Alfonso presumía con un paquete entero de Jirafa que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Inmediatamente nos subimos a los palcos. Estaban desiertos porque hacía calor y el público nos quedaba lejos. Así que, protegida por la impunidad, inmediatamente le pedí un cigarrillo a Alfonso que me lo dio sin rechistar. Miguel Ángel me dio fuego y se sentó en la grada inmediatamente debajo de la nuestra. La película, "Un gramo de locura", con Danny Kaye, un actor pelirrojo que tenía mucho éxito entonces. A mi lado izquierdo se puso Paco y al derecho, Alfonso.
A los pocos minutos –yo no los miraba, solo fumaba sin quitar ojo de la pantalla-, la mano de Paco realizaba su primera excursión bajo la falda, mientras la de Alfonso acariciaba los frunces del peto de mi vestido. Poco después, uno estaba ya asediando mis bragas y el otro me propinaba cautos besos por el cuello, mientras me tiraba de los pelos del sobaco. Y allí se estuvieron durante un tiempo que me pareció interminable: Paco, acariciando una y otra vez el interior de mis muslos y llegando al núcleo pero solo rozándolo, sin atreverse a más; y el otro, dale que dale a la bombacha de la manga y a los pocos pelos que me salían por ella. Como yo sentía ya un ardor terrible entre las piernas y los amigos de mi hermano no solo me parecían lentos sino torpes, les facilité algo el trabajo; así que me retrepé sobre la grada de atrás, abriéndome cuanto pude. Luego atraje hacia mí a Paco y apreté mi boca contra la suya, mientras le metía la lengua. Para mi sorpresa, no se quedó quieto, sino que me la succionó sorbiendo mi saliva y provocándome sensaciones imprevistas. Puse mi mano sobre su bragueta y encontré lo que yo esperaba: su polla se había levantado, durísima e indomable. Toqué también a Alfonso y comprobé el mismo efecto. Abajo, Miguel Ángel miraba muy interesado mis piernas, mientras se tocaba por encima del pantalón. Como me sentí un poco agobiada, le pedí otro Jirafa a Alfonso que, esta vez, me lo dio encendido.
Cuando estaba a punto de decirle a Paco que no fuera tímido y que se introdujera por la boca de mis bragas, noté que Miguel Ángel se había vuelto y, con la destreza que da la costumbre, me había despojado de ellas dejándomelo todo al aire. Paco y Alfonso se quedaron mirando entre sorprendidos y aterrorizados.
-¡Cuántos pelos!
-¡Joder!
Tomé la mano de Paco y la puse sobre mi denso matojo. Todo lo tenía chorreando. La mano de mi forzado invasor resbalaba sobre la grieta, mientras mi hermano, con la polla fuera y descapullada, se la meneaba aplicadamente, mirando fijo la mano de Paco enterrándose entre la selva negra que protegía mi hambrienta caverna.
Alfonso seguía indagando y, a veces, las manos de los tres –Miguel Ángel también me acariciaba esporádicamente, aunque para mí tenía menos interés pues ya estaba acostumbrada a ese tacto- tropezaban sobre mi barriga o entre las piernas o, directamente, se peleaban por controlar la palpitante raja que les ofrecía.
Diré que si para ellos era nuevo lo que tocaban –se notaba su sorpresa y la gran turbación que les hacía temblar-, para mí también era insólita la situación, pues yo sólo había jugado con Miguel Ángel, de vez en cuando, o con mi amiga Teresa, que era mi amor profundo de entonces. Así que, tan silenciosamente como pude, me vine cuatro o cinco veces, de tal manera que sólo mi hermano lo notó, si bien Paco comentó en un ronquido, en una de mis sigilosas corridas, que parecía que me estaba meando y que, si me había dado frío, me pusiera el chalequito. ¡Pobre! Cuando recuerdo aquella noche, todavía siento ternura. Nada que ver con las emociones que el muy cabrón de Paquito, como lo llamaba mi madre cuando iba a merendar a mi casa, supo despertarme no mucho después.
El caso es que mi hermanito se corrió en un pañuelo, mientras miraba como un obseso la mano de Paco masajearme el coño, y que Alfonso también llegó al clímax, pero sin leche, el pobre era muy chico por lo visto. En cuanto a Paco, he de decir que tenía una especial predisposición innata para todo lo que tuviera que ver con el sexo. Me juró otro día que nunca había tocado un coño de mujer hasta entonces, aunque se había estado follando a todas sus primas, las de su edad y las que tenían un par de años menos, y que hacía ya dos años que echaba leche cuando le daba placer; que le puso a su prima Magdalena una madrugada el coño como un bebedero de patos y que estuvo acojonado por si la había dejado embarazada. A pesar de que, según me contó, su prima tenía 11 años entonces, uno menos que él, y que su chocho solo estaba cubierto por un ligero vellito dorado, como de melocotón maduro.
El caso es que a Paco se la chupé un poco allí mismo, mientras mi hermano, ya desentendido, se descojonaba de la risa con las tonterías de la pantalla y Alfonso fumaba un tanto mosqueado mientras nos miraba. Pero se la chupé sólo un minuto, pues casi sin darme tiempo a retirarme estalló como una botella de champán, hasta con espuma. Y menos mal que estuvo listo y se dio la vuelta rápido, pues si no lo hace nos pone a todos pringando. El niño, que iba a cumplir en octubre catorce años y que me dejó patidifusa: su chorro llegó hasta la primera fila de los palcos, por lo menos cuatro metros desde donde estábamos sentados.
Al terminar la peli, nos habíamos fumado el paquete entero, Paco se había corrido dos veces más, ambas con precauciones a la vista de su poder, por el expeditivo sistema de la paja, una hecha por mí y la tercera por él mismo mientras miraba mi coño atentamente; mi chalequito estaba hecho un cristo y mi pie derecho resbalaba en la sandalia que, sin saber cómo, se había inundado de semen.
Naturalmente me cabreé muchísimo y no volví a hablarles durante el camino de regreso a casa, hasta donde tanto Alfonso como Paco nos acompañaron. Mi padre, que estaba en la terraza leyendo, me dijo algo sobre mis ojeras y que había que llevarme a Don Emilio, mi médico desde que era chica, a ver si es que tenía anemia.No dije nada, le di un beso de buenas noches y me acosté guarrísima, sin pasar por el baño. Dormí como un lirón.
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© Tula Valdivieso, 2008.-